Anochece en Santiago, la capital de Chile, y entre los cientos de trabajadores que se apresuran por regresar a sus casas, veo aproximarse a Claudio Flores. Su saludable contextura física, la alegría y paz que transmite al conversar, su fe en la misericordia de Dios, me muestran a un hombre sano. Tanto que la empresa donde hoy trabaja lo ha elegido y premiado hace un par de semanas como ‘trabajador del mes’, por la eficiencia en su desempeño. Pero Claudio, que acaba de cumplir treinta años, vivió hasta sus 28 atrapado en un infierno.
El punto de quiebre ocurrió en su adolescencia, con 16 años. La rebeldía se potenció, señala, al dejarse arrastrar por los que creía amigos dando la espalda a la familia y a Dios. “Criado por mis abuelos y mis padres, personas creyentes y activos en la iglesia, con fuerte arraigo a la familia, habiendo sido formado en el seminario menor de la Congregación Orionista, participando como guardia de la Virgen de Fátima con los Heraldos del Evangelio, algo en mí se quebró repentinamente. Me ahogaba tanta estructura, las amistades me mostraban un mundo distinto, de supuesta libertad y entonces surgió la rebeldía. Decidí que no quería nada con Dios. Este sería el inicio de mi caída al inframundo donde crees que estás vivo al drogarte, que pruebas los riesgos de la calle, pero en realidad estás muerto y cada día, aunque te hundas, vuelves por más.”
Pasaban los años y Claudio intentaba ocasionalmente cambiar, pero “luego me desordenaba”, reconoce. Sin capacidad de mirar la verdad, recuerda, iba quebrando la tolerancia de quienes le amaban y su propia vida. El paso siguiente en ese pozo sin fondo fue cuando le invitaron a participar en el “negocio”.
“Empecé a traficar drogas ¡y las ganancias eran buenas! Rápido llegué a ser yo quien tomaba las decisiones y busqué más. Comencé robando cosas pequeñas, luego negocios, vehículos, bencineras, portaba un arma, dejé a más de alguien herido, no por necesidad de dinero sino sediento de adrenalina, embrutecido, sin conciencia alguna”.
Lo desconcertante es que Claudio tenía entonces un trabajo estable, un salario que le permitía vivir sin sobresaltos. Incluso disfrutar, con varias decenas de pares, uno de sus placeres… las zapatillas. Pero también estaba con él la mujer que amaba, quien un día le comunicó la buena nueva de su futura paternidad. ¡Una hija! Esta noticia remeció su espíritu e intentó, sincero, volver a empezar; luchó por reordenarse y constituir una familia. Pero como si fuera preso de un algo ajeno que no le soltaba, arrasó con todo.
Al recordar, Claudio se emociona, mira hacia la imagen de la Virgen del Carmen (estamos conversando, porque así lo quiso, al interior del Santuario Nacional de Maipú, donde en Chile, por ser su patrona, se venera esa advocación) y, recuperando el aire, continúa…
“Todo lo que pensaba hacer se borró en un segundo. El dinero que había ahorrado para iniciar los tres una nueva vida lo gastaba en alcohol y cocaína. En dos meses de locura absoluta perdí el trabajo, dañé a quienes debía proteger, y quedé en la calle, literalmente durmiendo en ella. Entonces los que creí eran amigos no estaban, tampoco mi familia que a consecuencia de mis actos me daba por perdido. ¡Ni fuerzas tenía para salir a robar!, toqué fondo, renegaba de Dios, no sabía cómo cambiar mi vida, todos me dieron la espalda.”
El proceso para salir del infierno, dice, llegó como un regalo de Dios a través de la Fundación Fraternidad Veniforas (servicio inédito en Chile de la Orden Franciscana), y el testimonio de vida de las Hermanas Clarisas. Fue también una consagrada en la vida religiosa quien entregó a los padres de Claudio la información de esa fundación cuya particular y exitosa metodología para afrontar las adicciones es: trabajo, vida fraterna, oración y vida sacramental. Aferrándose cual náufrago a un salvavidas, Claudio se entregó.
“Estuve perdido hasta un 4 de mayo de 2011, desde ese día mi vida cambió al ingresar al hogar de la Fraternidad Veniforas. Allí una de las experiencias que marcó mi rehabilitación, fue cuando conocí a las hermanas Clarisas de claustro. Viendo el verdadero amor que tienen ellas, ¡cómo se entregan a Dios!, sentí que yo había rechazado ese cariño. Esto me hizo cuestionar toda mi vida. Aprendí entonces a ser persona, impregnándome en lo cotidiano de la vida real, de la palabra de Dios. Ayudé a remodelar la casa donde vivíamos, hice chacras para luego alimentarme de lo que juntos cultivábamos, construí y limpié gallineros, corté leña, meditábamos el evangelio del día, rezábamos las oraciones, disfrutábamos la misa. Viviendo una vida consagrado a Dios estuve en gestación, al igual que un bebé, hasta que nació un hombre nuevo. Dios me sanó, Dios me salvó y me dio una oportunidad nuevamente, nunca me abandonó.”
Ya finalizando, Claudio sonríe y sereno reconoce que los pilares en su vida son Dios, la familia, en particular su hija, y el trabajo…
“Cuando me levanto para ir a trabajar agradezco y le rezo. Mi oración predilecta es a la Virgen. Siempre rezo el Dios te Salve y le digo a Dios que me perdone. Tengo un gran cariño a María y paso a rezarle a una imagen que está rumbo a mi trabajo. Hoy me siento más hijo, estoy aprendiendo a ser padre, tengo motivos para agradecer y por los cuales vivir y luchar… espero dejar un buen legado”.