se convirtió con su ejemplo en una de las personas referentes y a seguir por la sociedad española. Su historia, marcada por el azote del terrorismo, no se ha dejado marcar por ETA sino que recobró su vida con normalidad. Y en todo esto tuvo que ver mucho la fe y sobre todo la oración. La propia y la ajena.
El que fuera funcionario de prisiones vivió una de las peores experiencias imaginables al estar secuestrado en un diminuto zulo durante 532 días. Sin ventilación y en condiciones infrahumanas. Pero ni aún así pudieron con él. En su rutina del día a día tenía a Dios en un lugar principal, sabiendo que era el pilar en el que debía apoyarse para no sucumbir durante el cautiverio. Poco después de su liberación afirmaba que durante el secuestro “procuraba hacer ejercicio todos los días, leer y rezar, rezaba hasta nueve rosarios al día”.
Han pasado casi 16 años desde su liberación y es gracias a la fe inquebrantable por lo que ha podido recuperar totalmente su vida. Incluso en 2002 adoptó junto con su una niña. Pero la familia también tuvo mucho que ver. La cuñada de Ortega Lara es religiosa de clausura en Madrid, desde donde movilizó un ejercito que mantuviera en vilo mediante la oración a su cuñado. Y bien que lo consiguió. Tras la liberación esta monja afirmaba que “estoy verdaderamente admirada con mi familia, porque nunca les he oído maldecir, ni insultar a los secuestradores, ni palabras de rencor. La fe, el amor y la unión de todos se la debemos a mis padres”.
Sin embargo, es ahora cuando queriendo o sin querer José Antonio Ortega Lara ha escrito una especie de tratado sobre la oración. Una explicación sobre su relación con Dios, también en los momentos más duros donde le costaba verle y sentirle. Basa todo en su experiencia personal tanto durante como después del secuestro y en él confirma que sea cual sea la circunstancia Dios siempre acontece y si no le vemos es porque somos nosotros los que nos hemos alejado de él.
Su experiencia sobre la oración parte de un pasaje de la encíclica de Benedicto XVI Spe Salvi y que se recoge en el libro homenaje Hablando con el Papa (Planeta). Dice así: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar- Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad (…) el que reza nunca está totalmente solo”.
Ortega Lara ha experimentado en sí mismo esta parte de la encíclica y tiene una experiencia total de que a pesar de su duro cautiverio en un zulo sin luz “nunca estuvo totalmente solo”.
¿Y qué le ocurrió a él? “Esto es lo que me sucedió a mí, en la experiencia de mi secuestro, y lo que definitivamente cambió mi existencia y mi percepción de la vida en este mundo”, cuenta Ortega Lara. Fue precisamente esta oración la que le mantuvo con vida pues se hizo tan importante como el comer cada día.
En este sentido, el que fuera funcionario de prisiones y concejal agrega que “cuando rezo, me siento conectado; creo que Dios me escucha y, de paso, ahuyento la soledad y el abandono que a veces experimenta mi alma”.
Es precisamente en esos momentos cuando “aflora con fuerza la presencia de Dios, que yacía latente pero olvidada en el fondo de nuestro corazón, bien porque la considerábamos innecesaria, bien porque el ritmo de vida nos impedía centrarnos en lo verdaderamente importante”.
Entonces, ¿para qué sirve la oración? Ortega Lara lo dice claramente y no le importa nadar contracorriente: “puede que rezar no esté de moda, pero a mí me ha servido y me sirve como remedio para serenar mi alma en situaciones de tribulación, y me aporta seguridad cuando debo tomar decisiones importantes”.
En su disertación sobre la oración, continúa diciendo que “ayuda en los momentos dulces de la vida, pero cuando adquiere realmente un valor especial es en situaciones difíciles o de desesperación personal. Comienzas rezando en búsqueda del remedio a tus desgracias para después continuar haciéndolo por otras personas que consideras lo necesitan más que tú”.
El sentido de la oración comprende que es salvífico y universal, no pertenece a uno mismo. “Acabas por entender que tus oraciones, e incluso tus sufrimientos, pueden serle de gran utilidad a otras personas, a quienes deseas que nunca tengan que padecer lo que tú has sufrido”, confiesa.
Aún así, Ortega Lara no tiene problemas en reconocer que su relación con Dios no tiene por qué ser tranquila pues también le grita para encontrar una respuesta. “La oración en este contexto se transforma en una comunicación no siempre serena, o al menos eso me sucedió a mí. A veces surge como la cascada de un torrente llena de reproches hacia Dios porque consideras que no te escucha o que, si lo hace, no se apiada de tus súplicas. ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué?’. Te das cuenta después de tu error, te disculpas y procuras de nuevo establecer la serenidad en tu alma, tan atormentada por las tribulaciones y las dudas”.
Esta es precisamente la fuerte experiencia que vivió durante su secuestro. Pese a todo, cada día era distinto al anterior y por ello también evolucionaba su trato con Dios a través de la oración. “Se convierte en un camino de ida y vuelta, con altibajos, con sentimientos contradictorios, pero que siempre acaban llevándote a la misma conclusión: a pesar de las dificultades, no quieres romper esa comunicación directa que te hace sentir vivo y deseas conservar esa amistad que te une a Dios en una relación recíprocamente sincera, aunque en sus comienzos fueses precisamente tú quien buscaba un interés personal en ella”.
Esta experiencia va transformando poco a poco y finalmente Ortega Lara confiesa que “la oración va evolucionando; se vuelve más dinámica y fluida, desinteresada, se va despojando de trabas y reproches, y te hace sentir libre para decirle a la otra parte lo que sientes o piensas con absoluta sinceridad y sin contrapartidas”.
¿Dónde te lleva todo esto? “La oración no es ya una prueba de sumisión a Dios, sino que es una expresión de libertad que surge de lo más profundo de tu alma”. Además, añade que “rezas de corazón, y el alma se va liberando poco a poco de la desesperación que la aterroriza y que te hace sentir despreciado, abandonado y desahuciado. Incluso cuando ya has perdido la esperanza de retomar el tren de tu vida anterior, sientes que Dios está a tu lado como un amigo que comparte contigo tu desdicha, observa en silencio, reza contigo y no hurga en tu herida”.
“Mi fe en Dios permaneció viva entonces, durante mi secuestro, y lo sigue estando ahora; no se resquebrajó a pesar de la dura experiencia vivida, sino que pienso que salió fortalecida, Confiaba y confío en Dios”, afirma para concluir que “sé que nunca me abandonará y eso me reconforta y me ayuda a seguir viviendo”.