“Me desesperan los ociosos”. Así de claro se manifestaba don Juan Trujillano ante los chicos y los mayores que no dan lo mejor de sí mismo en sus obligaciones. 

Don Juan, uno de los mayores apóstoles que ha tenido España en la atención a los inmigrantes en los tiempos actuales, murió en mayo de 2013, pero su impronta en los casi 50.000 niños que pasaron por su colegio no se olvidará nunca. Su historia sucede en Armenteros, un pueblo de apenas 342 habitantes en la provincia de Salamanca, España.

Don Juan nació en 1928 en La Carrera, provincia de Ávila, y fue ordenado sacerdote en 1952. En sus años de seminario conoció a dos personajes fundamentales para entender la Iglesia de española de la posguerra: don Baldomero Jiménez Duque y Guillermo Rovirosa.

El primero, un director espiritual y formador de sacerdotes como pocos, y el segundo, el laico fundador de la HOAC (Hermandad Obrera de la Acción Católica), hoy en proceso de beatificación.


La influencia de Rovirosa se vio desde el primer momento de su ministerio: “Nos costó mucho hacernos amigos de los obreros. Empezamos a ir a trabajar en los días libres en la construcción de viviendas; al principio nos menospreciaban pero ayudabas al más viejo ‘a dar ladrillo’, al otro otra cosa… y nos hicimos amigos”.

Son palabras recogidas por su amigo el sacerdote salmantino Eugenio Rodríguez para la revista COMUNIDAD. Se ve que a las autoridades del momento no les gustó mucho esa tarea pastoral… y fue enviado providencialmente al pueblo de Armenteros.


Aquí la cosa no era mucho mejor. Pronto descubrió que no había casi mujeres jóvenes en el pueblo. Todas emigraban a Madrid a servir en las casas.

Allí, además, tarde o temprano no sólo se iban desarraigando de su pueblo, sino también de la fe y de una vida moral. Después de hablarlo con el obispo de Salamanca, don Santos Moro, decidieron que esto había que cortarlo.


Manos a la obra. Lo primero que hizo fue fundar una fábrica de textiles para dar empleo al pueblo. Pero descubrió aún algo más urgente: la necesidad que había de que los hijos de los campesinos, ganaderos y mineros de la zona pudieran acceder a una formación que les ayudara a crecer humanamente y tener más oportunidades. Así que en 1954 fundó el colegio de la Inmaculada para escolarizar a los chicos en riesgo de exclusión social.

Al mundo obrero hay que ir con hechos, no con palabras –explicaba don Juan con un aplastante sentido común-. Una vez estuve en Pescara (Italia) y allí vi que ganaban dinero con la producción de manzanos enanos. Me quedé con la copla y en mi pueblo planté tres mil arbolitos que dieron grandes beneficios”, reconocía con orgullo.

Con ese dinero iba levantando el colegio y, a la par, iba convenciendo a empresas alimentarias para que donaran alimentos con los que poder dar de comer a sus muchachos: “Muchas veces me preguntan cómo empezó el milagro de Armenteros, pero yo no lo sé. Simplemente, somos instrumentos en manos de Alguien que nos dirige”. Y lógicamente para tener 700 alumnos internos los recursos son inimaginables. Claro, que “la Providencia mantiene la obra”, insiste don Juan.

Desde entonces han pasado unos 50.000 muchachos por sus aulas. Su principio educativo y pastoral no se ha desvirtuado. En los años 50, quienes estaban en riesgo de exclusión social eran los hijos de los campesinos castellanos. Hoy son los inmigrantes.

En su colegio de Armenteros hay 700 alumnos no sólo escolarizados sino también internos. En él se imparte desde infantil a bachillerato, además de estudios profesionales. Van desde los tres años hasta los 18 y 
pertenecen a más de 30 nacionalidades distintas, incluido algún español. El colegio de La Inmaculada más parece un trozo de África que un pueblo de la meseta de Castilla.

La visión formativa de don Juan Trujillano es muy clara, y de hecho en su colegio está escrita en las paredes. Por un lado se puede leer: “Si quieres salvar a un país, educa a sus hijos”; y por otro, tomando directamente de Kennedy, “la inteligencia humana es nuestro principal recurso”. Todo un proyecto educativo.

El fundador conocía muy bien el valor de la lucha y del trabajo, de lo que cuesta sacar las cosas adelante. Por eso no soportaba la pereza de los muchachos: “Me desesperan los ociosos”. Su misión era la de forjar hombres.

“Dentro de los muchos problemas que hay aquí –explica–, el menor de todos es que haya muchas nacionalidades. El amor surge entre blancos y negros, eso da igual. El problema es que muchos de estos chavales no entienden que tienen que luchar por conseguir muchas cosas”.

No es que sean comodones, no. El gran problema es que muchos son huérfanos o no han sido queridos nunca, vienen de familias rotas, han llegado a España en una barca desde África, han pasado por centros de internamiento, por otras casas hogar…

Por eso insistía: “Su mayor capacidad es su inteligencia”, y desde ahí pueden trabajar para salir adelante… pero tienen que hacerlo.

La Directora Adjunta del colegio, Mariam Fernández, explica que más que conocimientos lo que más cuidan “es la parte humana”.

Don Juan lo confirma: lo que necesitan estos chicos es “tiempo y ternura”. En el colegio de la Inmaculada todos los alumnos son internos y todos forman una gran familia. La gran familia que muchos de ellos quisieran tener. Un esfuerzo que se traduce en jóvenes que han salido de la calle o no han caído en ella, o en las drogas, o en delitos o en una vida sin esperanza.

Es fácil decirlo, pero en palabras del sacerdote: vivir todo esto “sin fe es asfixiante”.

Más información en la web de la Fundación Armenteros:
www.fundacionarmenteros.org

Vídeo sobre la obra del Don Juan Trujillano: