el exterminio de los judíos en manos de los nazi.
Pero Chris Aubert sabe de qué habla cuando compara ambos horrores, porque su padre vivió uno y dos de sus hijos murieron en el otro... y él pagó para que los mataran.
Cuando se habla de prisioneros judíos tocando el violín mientras filas enteras entraban en los hornos crematorios y las cámaras de gas, no se hace una licencia poética. El padre de Chris era uno de esos judíos que tocaba el violín.
Se llamaba Henri, había crecido en Francia y Polonia, los nazis lo encerraron en el campo de Buchenwald, en Alemania, y no lo mataron porque divertía a las SS tocando el violín.
"Le forzaron a tocar el violín para las tropas durante la marcha mortal que llevó a sus padres y hermana al crematorio", recuerda Chris. Tenía 14 años cuando lo trasladaron a Auschwitz, poco antes de acabar la guerra: consiguió sobrevivir.
Emigró a Nueva York, conoció a una chica de familia católica, poco devota, y se casaron. En 1957 nació Chris. Y dos años después, se separaron. Cuando Chris tenía 5 años, su madre conoció a otro judío, se convirtió al judaísmo por él, de nuevo sin devoción, y educaron a Chris como judío poco religioso: iban al templo sólo en grandes fiestas, y sólo hasta que hizo la Bar Mitzvah con 13 años. Poco después, con 14 años, el padre de Chris murió de cáncer cerebral.
Chris fue a una universidad "muy judía", Tulane, en Nueva Orleans, pero para él no había más religión ni más moral que lo útil e inmediato. "Todos lo hacen, no daña a nadie, ¿qué problema hay": ese era su lema aplicable al sexo sin amor, a las fiestas sin límite "y a muchas otras cosas de las que hoy me arrepiento".
Después de un tiempo como locutor deportivo, estudió derecho, y en 1984 trabajaba como abogado en una empresa grande y ganaba dinero.
En 1985 dejó embarazada a una chica. Ella decidió abortar. "Es su cuerpo, que haga lo que quiera, sólo es un tejido inviable", pensó él. Y, con mentalidad de abogado, "el Tribunal Supremo dice que es legal". Ni siquiera le acompañó a la clínica: le pasó un cheque por debajo de la puerta de su casa y se olvidó de ella.
En 1991, dejó embarazada a otra chica, esta vez una novia más estable. Le acompañó a la clínica, le pagó la factura del aborto y después la llevó a almorzar. "Creo que no hablamos mucho, más bien nada, de lo que acabábamos de hacer. Aún hoy recuerdo ese silencio extraño. Aunque estuve de acuerdo con ese aborto, incluso de forma ansiosa, había algo en él que me parecía erróneo".
Fue por esas fechas cuando oyó a alguien decir que el aborto era "el holocausto americano". Judío, hijo de un superviviente de Buchenwald y Auschwitz, nieto de víctimas del holocausto nazi, Chris no se ofendió, sino que pensó: ¿qué tiene el aborto para que alguien lo compare con el Holocausto?
En 1992 empezó a sentir curiosidad por el cristianismo. En Nueva Orleans la gente era muy cristiana, y por la forma de ser de los sureños, católicos y protestantes hablaban de la fe con naturalidad. Se dio cuenta de que
tenía 35 años, era un abogado culto, pero no sabía nada de Jesús ni de la Biblia.
Ni siquiera tenía una, nunca la había leído. Parecían cosas importantes para algunos de sus amigos. ¿Por qué?
Empezó a investigar sobre el cristianismo, sus valores, y le encontró cierto atractivo. Pero creía que la religión organizada no tenía sentido, y que, en todo caso, él era judío, o al menos eso decía si alguien le preguntaba.
También en ese año conoció a la que sería su mujer, Rhonda, católica de toda la vida... pero nada devota. En esa época sólo era, dice Chris, "católica-cuando-conviene".
Se casaron en junio de 1994, y dos meses después ella estaba embarazada. Muy contentos e ilusionados, fueron al ginecólogo, y por primera vez vio lo que era un bebé por ultrasonidos.
"Recuerdo vívamente que señalé la pantalla emocionado y dije en voz alta: ¡a ver qué persona puede decir que eso no es un bebé! Nunca había pensado en eso con tal fuerza antes. Me inundó la emoción de mis dos abortos, que me convencieron de lo malo que era el aborto. Era realmente el holocausto americano, no muy distinto al que mi padre había sobrevivido, o al que él temía que pudiera llegar otra vez".
Y cuando la pequeña Christine nació, y mientras le cogía con sus deditos, Chris comprendió horrorizado: "había permitido que desmembraran a mis dos primeros hijos, que los tiraran a un cubo de basura, porque no fui suficientemente hombre, y no hice nada; incluso había pagado por ese privilegio", lamenta.
Se dio cuenta de que su bebé le acercaba a un misterio: el amor de Dios, la vida, algo sagrado... cosas que nunca había pensado. Y que había cosas realmente buenas y otras horrendas, que eran verdades absolutas que no encajaban en su relativismo. Tenía 38 años y todo su sistema moral hedonista se hundía.
Su mujer le apuntó en un curso de iniciación cristiana para adultos en una parroquia católica, y así, en la Vigilia Pascual de 1997, Chris se bautizó como católico. La fe se convirtió en algo importante para el matrimonio.
Conoció después protestantes que le hablaron mal de la doctrina católica, que él apenas conocía, pero con la dedicación de un abogado decidió estudiar la doctrina, y se convenció de que "no importa cuál sea la acusación anti-católica: la Iglesia Católica ya la ha oído antes y tiene una respuesta que sólo la Iglesia que Jesús inició podría dar".
Hoy Chris es un evangelizador y defensor de la vida, que colabora dando charlas y explicando su testimonio. A las personas que no tienen fe y se definen como escépticas, les saluda con especial cariño porque se considera uno de ellos. "Si Dios no me hubiera dado como bendiciones mi curiosidad y mi escepticismo, nunca se me habría ocurrido estudiar por qué hay gente que deja la Iglesia", dice: nunca se habría formado.
Pero lo hizo, y por eso puede ayudar hoy a otros.