Si trazáramos una línea recta entre Duala, en Camerún, y Madrid, recorreríamos 5.741 kilómetros. Necesitaríamos varios meses para alcanzar las costas españolas caminando.
Una travesía que no cabe en la mente de ningún ciudadano nacido bajo la protección de la Unión Europea, pero que se convierte en obligación para miles de africanos.
Aspiran, desde pequeños, en convertirse en ciudadanos europeos. Karim es uno de ellos, pero él vivió una conversión diferente. Para él, su particular travesía por el desierto a lo largo de un año, «fue una llamada de Dios».
No tenía fe, pero la generosidad de un sacerdote le iluminó: «Mi vida en África fue oscura y aquí vi la luz». Ya no se llama Karim, prefiere su nombre de bautismo: Íñigo, «por San Ignacio de Loyola».
La pobreza en la que se sumió su familia, de origen musulmán, tras la muerte de su madre –él sólo tenía nueve años– le obligó a dejar los estudios de forma prematura y en plena adolescencia entró a trabajar en un taller mecánico.
Las desventuras de su jefe le obligaron a cambiar la chapa y pintura por el plástico. Cobraba 50 euros al mes, un sueldo bajo ya que en Camerún «el salario medio no supera los 100 euros». Para poder ayudar a sus hermanos tuvo que pluriemplearse. Abandonó el plástico para poder trabajar como agente de seguridad nocturno; durante el día conducía un taxi.
Fue una telenovela portuguesa, «Terra Nostra» –«yo pensaba que era española porque hablaban de Madrid»–, la que le introdujo la peligrosa idea de viajar a España en busca de una vida nueva.
Pero su deseo quedaba en meras ensoñaciones cuando analizaba su realidad: «Había trabajado durante diez años y apenas había podido ahorrar 400 euros y un billete de avión no bajaba de 1.000».
Tampoco contaba con otro de los requisitos: un español le tenía que invitar. Sin embargo, tanto él como su amigo Abdul sabían que «aquí no teníamos futuro».
El 1 de septiembre de 2007, con la bendición musulmana de su padre, sin pasaporte, algo de ropa, una bolsa con comida y 80 euros en el bolsillo, se montaron en un camión nocturno. «Viajamos en un cajón durante cuatro horas, al salir no sentíamos las piernas».
El tren fue el medio de transporte que les llevaría al norte. Se aproximaban a Nigeria y al primer cruce de fronteras como indocumentados.
La capacidad del entonces Karim de hablar uno de los dialectos árabes le permitió entrar sin ser denunciados, mientras «mi amigo se hacía pasar por mudo», recuerda detrás de una gran sonrisa. Su dentadura también refleja las penurias que ha tenido que superar.
Tras varios meses de supervivencia, Níger suponía una de las empresas más difíciles. Tardaron dos meses en llegar a una urbe y el hambre les iba consumiendo.
Los destellos lejanos, la luz de Argelia, se convertían en su única guía, «por eso sólo podíamos viajar de noche». «Ahora sé que los ángeles velaban por mí», apostilla.
Recuerda como «andas mientras dejas atrás esqueletos y te ves obligado a beber orina de camello. Hoy sé que todo eran pruebas del Padre».
Pocos meses después de alcanzar Argelia, «me pillaron y me deportaron a la frontera con Mali». Acabó en lo que los inmigrantes conocen como «el cementerio de los aventureros», del que pocos salen. Pero él lo hizo.
Consiguió volver a Argelia donde se hizo un falso pasaporte. Siguió escabulléndose en autobuses y furgonetas hasta que alcanzó la frontera con Marruecos.
«En este área es donde comienzan a moverse todas las mafias. Te llevan andando, de bosque en bosque, hasta Nador, la ciudad más cercana a Melilla».
Después de diez intentos, durante los que perdió a su compañero de viaje, «logré entrar». Permaneció tres meses escondido en el bosque, sin comida, y decidió lanzarse «al agua y nadé durante seis horas con un flotador. Llegué sangrando a territorio español».
Tras la ayuda de la Cruz Roja, «me enviaron al CETI de Aluche, en Madrid, del que me liberaron nueve días después». Dormía en un albergue y «no sabía cómo buscar trabajo».
La fortuna le llevó a la iglesia de San Francisco de Borja, en Madrid. Allí, un jesuita, el padre Jaime, escuchó su historia con atención, sin cortarle a pesar de la cola que esperaba fuera.
«Me dio 20 euros y me pagó el abono de transporte y añadió señalando una capilla: ´´Si quieres, vente algún día´´. Su gesto me tocó el corazón, nadie había sido tan solidario conmigo».
Regresó a la semana siguiente. «Entré en la capilla y, de repente, me eché a llorar, toda mi vida pasó delante de mí».
No dejaba de temblar y le dijo al sacerdote: «Quiero conocer la palabra de Dios, creo que me ha salvado la vida». Una catequista, Pilar, le anunció la Buena Noticia durante un año y el cardenal Rouco Varela le bautizó la noche del Sábado de Pascua de 2010.
Karim, ahora Íñigo, es uno de los pocos afortunados que ha conseguido permanecer en nuestro país. Muchos ni siquiera alcanzan las costas europeas.
Uno de los recuerdos más duros que guarda el joven camerunés es cuando le deportaron a Mali. A lo que llaman el cementerio de los aventureros, un poblado cerca de la localidad de Siswati.
«Trabajas picando piedra y no te dan comida. Hasta los más fuertes mueren porque compartimos el agua verde que también beben camellos y cabras. Es un lugar inhumano del que es difícil salir»