Jennifer Mehl Ferrara ha vivido toda su vida en el luteranismo. De hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo han sido pastores luteranos. Ella siguiendo la tradición familiar, convencida de sus principios y con la apertura protestante a la ordenación de mujeres, dio el paso adelante y se ordenó también como ‘pastora’.
Sin embargo, algo le hizo cambiar y mirar a la Iglesia Católica como la que verdaderamente tenía todo el tesoro de la fe de Cristo. Lamentablemente, la forma de celebrar la Eucaristía de algunas parroquias católicas le frenó a la hora de dar el paso final hacia su conversión.
Casada y con tres hijos, Jennifer vive en Fleetwood, Pensilvania. Siempre ha sido una persona que ha buscado la verdad y el auténtico rostro de Cristo toda su vida sin importarle lo que tuviera que dejar atrás. Lo cierto es que un día leyó en una web luterana un comentario que la dejó noqueada: “Las iglesias de verdad no matan bebés”.
Sin duda ella no estaba a favor del aborto, pero se dio cuenta de la deriva en la que estaban desembocando algunas ramas y denominaciones protestantes. Su “camino a Roma” comenzó ahí.
En ese momento, Jennifer vio “como el cuerpo de mi iglesia estaba aceptando la ‘cultura de la muerte’, y me di cuenta que no tenía más remedio que salir de ella”.
Siempre había contemplado al luteranismo como esa reforma, como ese ‘correctivo’ –acuña exactamente Jennifer- a la Iglesia Católica. Sin embargo desde hacía un tiempo “empecé a ver el Magisterio de la Iglesia Católica Romana, y especialmente el magisterio del Papa Juan Pablo II, como el verdadero custodio de la fe de toda la Cristiandad. Por tanto –concluyó Jennifer- la única verdadera opción era convertirse en católica romana”.
Inició el camino sola. “Empecé a leer las encíclicas papales, después los documentos del Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica e, incluso, teólogos como Hans Urs von Balthasar o –el entonces- cardenal Joseph Ratzinger”.
Con el tiempo también encontraría a antiguos luteranos convertidos al catolicismo: “Cuanto más leía y hablaba, más me convencía de la verdad de las enseñanzas de la Iglesia Católica”.
Y como en todo proceso de conversión llegó el momento en el que Dios le enfrentó a sí misma y a sus convicciones, y le hizo tomar decisiones en serio y lanzarse confiando en Él.
Ese momento llegó cuando leía el capítulo 14 de la Lumen Gentium, un documento del Concilio Vaticano II, en donde se dice que no podrán “salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar en ella”.
Era el momento de la verdad: “Aunque yo estaba dispuesta a tomar un riesgo con mi alma, seguía teniendo tres hijos pequeños a los que debía tener en consideración”.
La situación era difícil: “En ese momento, yo estaba en proceso de conversión, pero luchaba cuando tenía que tomar una decisión puesto que debía renunciar a mi ordenación”. En otras palabras, que si tenía que tomar parte por la Iglesia Católica tenía que valer la pena.
C.S. Lewis, más conocido en España por la saga de las Crónicas de Narnia o por libros como Cartas del diablo a su sobrino, vino en su rescate con una cita que ya es clásica en él: “La dureza de Dios es más amable que la suavidad de los hombres, y su pasión es nuestra liberación”. Sólo que esa pasión de Dios “operaba a través de mi conciencia y me conducía a los brazos de la Iglesia Católica”.
Por fin Jennifer y su familia se lanzaron a la aventura de conocer más a fondo la vida y la liturgia católica.
En primer lugar acudieron a la parroquia más cercana a su casa. Comenta con cierta sorna que lo primero que notó al entrar en un templo católico “fue la ausencia de perchero”.
Y comenta que “los católicos, a diferencia de los luteranos, rinden culto con sus abrigos, dando la impresión de que están haciendo una parada en boxes obligatoria” al igual que en la Fórmula 1.
Con esos ojos de luterana sigue comentando que “después de la misa, la mayoría no se detienen a hablar, sino que salen a la carrera para ser el primero en salir del parking”.
Para rematar con cierta tristeza: su conversión al catolicismo “va a requerir algunos ajustes, como renunciar a ese sentimiento protestante de pertenencia a una comunidad muy unida”.
No todo acaba ahí. En su parroquia, como en multitud de templos católicos de todo el mundo, los bancos están dispuestos en un semicírculo.
“Elegimos para sentarnos unas bancas laterales, y pronto descubrí el problema de esta configuración: pasé la mayor parte de la misa mirando a los feligreses que tenía en frente en vez de ver el altar y lo que se celebraba en él: su forma de vestir, sus gestos, sus habilidades como padres... Esto se convirtió en una gran tentación, especialmente durante la homilía, que duró veinte minutos y que no estaba muy preparada…"
Una homilía floja era algo lamentable desde el punto de vista de una pastora hija, nieta y bisnieta de pastores y predicadores.
"Mi padre –comenta Jennifer-, que durante muchos años enseñó homilética, ya me advirtió: ‘Si vas a predicar sin papeles, tienes que tenerla mucho mejor preparada’. Lamentablemente muchos sacerdotes no parecen saber que la regla”.
Después se fijó en la música. Una mujer cantaba desafinando en el ambón acompañada de tres guitarras. Eso era todo.
Además las canciones no ayudaban ni a la celebración, ni a la oración… No podía entender que en una Misa a la que acudían mil personas no pudiera tener un coro por pequeño que fuese, mientras recordaba que “mi primer destino como pastor fue una pequeña parroquia rural con una asistencia promedio de noventa almas, pero con un coro de cinco personas”.
Optaron por acudir a otras iglesias católicas. Pero en todas había la misma música que no ayudaba, o el sacerdote intentaba captar la atención de la celebración más que reflejar lo sagrado del momento.
“¿Quién hubiera pensado –se preguntaba- que mi problema con el catolicismo romano sería su aparente falta de respeto por la tradición?”
¿Realmente eran conscientes del respeto que se debía a lo que estaban haciendo?: “Me preguntaba si las personas que dirigían y participaban en el culto católico realmente creían en lo que la Iglesia enseña. Tengo un amigo cuyo párroco en la Primera Comunión de su hija comparó la Eucaristía con una fiesta en la que se repartía pizza, esto para que no se deslumbraran de lo grande que es la cosa y que en cambio sí lo vieran como algo que pudieran hacerla sentir bien”.
Finalmente se lanzó a hablar con un sacerdote en una de tantas parroquias en las que buscaba adorar a Dios. Fue un diálogo breve pero fecundo:
- Padre, soy pastora luterana y quiero convertirme, pero no encuentro un lugar para adorar a Dios. ¿Conoce usted alguna iglesia en la que haya música pero que no sea de guitarra?
El sacerdote, que la miró como si fuera una marciana, le dijo:
- ¿Puedo hacerte una pregunta?: ¿Por qué quieres convertirte al catolicismo?
Jennifer dio alguna pincelada sobre sus desavenencias con la línea que estaba siguiendo el luteranismo en América y su convicción de que la Iglesia Católica es más completa. Su respuesta fue:
- ¡Oh!
Y poco después:
- Bueno, en ese caso, usted debería ir a la parroquia de Santo Rosario…
Por fin llegó a la parroquia del Santo Rosario. En ella encontró un organista y un coro de primera categoría. Con San Agustín pudo decir: "¡Cuánto lloré al oír vuestros himnos y cánticos, fuertemente conmovido por las voces de vuestra Iglesia que suavemente cantaba! Entraban aquellas voces en mis oídos, y vuestra verdad se derretía en mi corazón, y con esto se inflamaba el afecto de piedad, y corrían las lágrimas, y me iba bien con ellas” (San Agustín, conf. IX 6,14).
Pero más importante aún: “Los feligreses tienen una actitud de profunda piedad y respeto por la liturgia que se está viviendo en cada momento. El sacerdote colabora con ese respeto”.
En esta iglesia también se promueve el rezo de la liturgia de las horas, del rosario, la adoración nocturna...: “Siento que he entrado en un mundo con el misterio de Cristo en la Eucaristía en el centro. Aquí la Verdad se puede palpar”.
Una confesión: “Quizá aquí no se vive el espíritu de familia de una típica iglesia protestante, pero yo soy parte de algo mucho más grande y más importante: soy parte de una comunidad que remonta su historia a los Apóstoles y de su testimonio de Cristo resucitado”.
Jennifer, después de vivir intensamente la fe en su familia, incluso de ser ordenada pastor luterana, en la festividad de Corpus Christi de 1998, fue recibida en plena comunión con la Iglesia Católica.
Más tarde, en 2004, publicaría junto con otra ex-pastora luterana, Patricia Sodano Ireland, un libro de testimonios de mujeres que encontraron su plenitud en la Iglesia Católica para indicar que la ordenación de mujeres-sacerdotisas no tiene sentido (el libro se titulaba "The Catholique Mystique: 14 women find fulfillment in the Catholic Church").