Nicolás tiene 50 años y creció en una familia católica practicante, aunque la práctica se limitaba a la misa dominical: “En casa no rezábamos y yo no tenía una vida de fe”.
Cuando tenía 26 años, Nicolás conoció a Séverine y se casó con ella, quien sí vivía personalmente la religión, hasta el punto de que en tiempos había barajado la idea de entrar en un monasterio.
Recalcitrante
“Los primeros diez años de vida familiar fueron muy duros para Séverine”, lamenta, “porque por todos los medios ella intentaba que yo hiciese cosas católicas, como ir a misa, y yo solo tenía una palabra en la boca: ‘No’. Yo era muy recalcitrante y creo que la hice sufrir y llorar mucho sin darme cuenta”.
Un día, unos amigos les propusieron hacer un retiro en un lugar de peregrinación: “Curiosamente, aunque no me atraía lo más mínimo, dije que sí”.
Se encontraron una explanada enorme con numerosas carpas grandes y mucha gente que mostraba unas actitudes desconocidas para Nicolás. Él se vio sorprendido por su propia reacción. Todo aquello tendría que haberle molestado, haciéndole huir, y sin embargo su primera sensación, a pesar de lo reglado cronológicamente que era el retiro y la pauta de las cosas que había que hacer, fue de libertad: “Me sentía libre. Primera buena noticia. La segunda es que aquellas personas me sonreían, me acogían, se ponían a mi disposición… ¡era algo formidable!”
Un paseo muy productivo
A pesar de todo, una mañana le dijo a su esposa que acudiese ella sola a una conferencia, porque él prefería darse un paseo. Fue así como llegó a un lugar arbolado donde había numerosos sacerdotes confesando: “Yo llevaba veinte o veinticinco años sin confesarme, pero, sin saber por qué, me encontré diciéndome a mí mismo que por qué no podía ser yo una de esas personas que se confesaban…”
Casi sin darse cuenta, se encontró ante un sacerdote al que define como encantador: “No sabía qué decirle. Creo que le conté un poco mi historia. Lo único que me dijo, o al menos lo que recuerdo, es: ‘El Señor te ha esperado’. Fue como un electroshock. No sé qué le dije antes o después, pero tengo la sensación de que mi confesión no fue demasiado interesante. Sin embargo, al mismo tiempo percibí que había un antes y un después. Estaba en paz, una paz esplendorosa, verdaderamente magífica”.
Nicolás se alejó del lugar: “Me senté en un banco. No sabía qué hacer, estaba asustado. Esa paz se había transformado en una enorme alegría interior. Pero, por desgracia, no podía sacar ninguna consecuencia”.
En ese momento llegó su mujer, le vio y supo que algo había pasado, porque se lo encontró llorando y era incapaz de hablar: “Yo era incapaz de expresar en palabras lo que había sucedido. Estaba como encerrado en una jaula, con un corazón de piedra en el cual el Señor -eso, seguro- había comenzado a hacer una buena grieta”.
La frase
Al cabo de un rato, Nicolás ya pudo hablar y empezó a pasear con Séverine. Aunque había más de cinco mil personas en la peregrinación, en pleno mes de agosto, se encontró con el sacerdote con quien acababa de confesarse. “Nicolás”, le dijo, “tengo un texto para ti, dame tu número de teléfono”.
Esa misma noche se lo hizo llegar, y era éste: “Mas no olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión…” (2 Pedr 3, 8-9).
“No sé cómo sigue, pero la idea era esa”, recuerda Nicolás: “Allí estaba yo (tenía entonces 37 años), y el Señor me había esperando durante 37 años, que para el Señor no eran nada. Hasta ese momento no comprendí bien la noción del tiempo, tomé conciencia entonces”.
El gran cambio
El retiro terminó y la vida del matrimonio continuó “casi normalmente”. Un año después programaron acudir al mismo retiro, pero Nicolás se rompió la pierna tres días antes y no pudo ir.
“Para mí fue como un signo”, confiesa a Découvrir Dieu: “Me encontré de vacaciones, pero con el sentimiento profundo de que mi lugar no estaba en ese lugar de vacaciones, sino en otra parte. Entonces descubrí que me faltaba algo, que realmente había vivido algo muy fuerte en aquel retiro y por aquella confesión”.
“Y así fue como todo lo que vino después fue un periodo en que, mediante pequeños toques, con pequeños pasos, no según mis ritmos sino con los tiempos del Señor, hice un camino de fe que me permitió volver a unirme a mi esposa”, celebra.
Porque concluye su testimonio comparando su vida matrimonial como un tren en el que ella era la locomotora y él el vagón de carbón que desde el principio hacía de freno. Hasta que el viejo ferrocarril se transformó en un tren de alta velocidad “con dos motores que nos permiten avanzar en pareja, cada uno a nuestra velocidad: a veces es uno el que tira, a veces tira el otro, pero en todo caso avanzamos juntos en esta vida de oración y de descubrimiento del Señor que hoy es para mí una auténtica alegría”.