"Moody´s dice que España es un caso perdido"; "Moody´s mantiene el ´rating´ de España", "Moody´s deja respirar a la economía española", "La agencia de calificación de riesgo Moody´s mantiene a España por encima del bono basura"... 

Según estos titulares de los últimos meses, la agencia financiera Moody´s tiene una terrible influencia en la economía española, o al menos en su imagen. Parece ser un ente semi-divino de creación indefinida y movido por arcanos designios de inescrutables orígenes.

Pero el origen de Moody´s está en un católico converso, John Moody, que de hecho fue incluso vicepresidente de la asociación de conversos católicos de Nueva York (más tarde llamada Saint Paul´s Guild). Murió hace más de medio siglo y no tiene ninguna culpa ni de la crisis española actual ni de los comportamientos actuales de la agencia que fundó.


John Moody no fue un hombre que sólo pensase en dinero y beneficios inmediatos. Al contrario, su vida intelectual y espiritual fue inquieta, en una intensa búsqueda filosófica que duró más de 40 años y le llevó, en su madurez, a la Iglesia Católica.

Su historia la cuenta el libro "Hombres que vuelven a la Iglesia", publicado por EPESA, Madrid, en 1949, y el mismo John Moody´s explicó la historia de su conversión al catolicismo en primera persona en su libro "My Long Road Home" (Mi largo camino al hogar) de 1933. Cuando escuchó su primera misa en 1927, en Viena, el acontecimiento que le cambió, tenía 59 años: un hombre maduro y exitoso. Murió 31 años después, en 1958.

Esta era la narración de la conversión de John Moody tal como él la cuenta:

"Haré cualquier cosa antes que eso", solía yo decir, cuando oía que éste o aquél se había hecho católico. Tal fue siempre mi manera de hablar. Me crié en la Iglesia episcopal [anglicanos de EEUU], pero la abandoné al ser mayor.


Al principio, me dediqué a estudiar las más diversas formas del protestantismo.

Luego pasé al panteísmo, porque la naturaleza me ha hecho aficionado a filosofar. A los treinta años dejó de satisfacerme el panteísmo y, entonces, me refugié en la Filosofía y conocí a William James y sus adeptos. Desde entonces dejé a un lado toda fe. Era, como solemos decir, un modernista.

Pero, en el transcurso del tiempo, descubrí lo que generalmente no se oculta a los que meditan un poco: que es imposible ser feliz sin encontrar, de vez en cuando, reproducidos en otros los pensamientos propios.

El año 1900 fue [el filósofo Herbert] Spencer el hombre en que yo basé mi concepción del universo. Después de él vino W. James, para ser pronto sustituido por Jorge Santayana. Vino luego Bergson y, tras él, Freud con su psicoanálisis, que echó por la borda mis ideas anteriores.


Hacia el año 1920 había llegado a un punto en que la filosofía moderna me parecía una obra vana. No sabía qué creer. No tenía respuesta ninguna ante la vida y me encontraba en aquella situación a que llegan la mayor parte de los hombres que son por naturaleza algo críticos. Se tiene la sensación de moverse en un círculo vicioso y de que nunca se llegará al fin.

El error está, sin duda, en que el hombre corriente, que no es ningún especialista, se inclina demasiado a creer en autoridades que se han constituido como tales por sí mismas. Recuerdo haber hecho profesión de darwinismo, porque estos grandes hombres decían que era un sistema científico. De aquí procedía también mi fe en Spencer. Pero después de algún tiempo me dije: "¿Es verdad lo que dicen estos hombres?"

Un día -si no me equivoco, en el año 1922- discutí sobre este tema con un profesor universitario. "¿Acaso sé yo--me dijo--si esto es o no verdad? Por lo demás, es una verdadera fatalidad. ¡Si supieran los hombres que no somos más que polillas! Porque, en realidad, nosotros no sabemos más que otros y, más pronto o más tarde, nos veremos comprometidos por nuestros propios pensamientos." Esto me dió que pensar.

De los tiempos de mi actividad en la banca, recordaba a algunos potentados que yo veneraba. Pasados los años, vi las debilidades de estos poderosos de Wall Street. Comprobé que la mayor parte de estos grandes hombres, tanto economistas como políticos, más tarde o más temprano, dejaban ver que no eran mas que "polillas" ¡y ahora me decía mi amigo lo mismo de los filósofos!


Estando yo en esta disposición de ánimo, vino a mis manos el libro "Ortodoxia", de Chesterton. En este libro aprendí la ridiculez de la filosofía moderna. Pero, en mi interior, pensaba: Tiene que haber alguna respuesta ante la vida. ¿Dónde será posible encontrarla?

Comprendí que esta respuesta no podía encontrarse en los diversos sistemas religiosos a que yo había pertenecido sucesivamente. ¿Dónde estaba la respuesta? Sólo había dejado de buscarla en el catolicismo ¿Por qué? Porque tenía prejuicios contra la Iglesia Católica. Se me había enseñado que el catolicismo era una cosa a la que no se debía prestar la menor atención.

Así pasaba el tiempo y, mientras tanto, había traspuesto ya los cincuenta años, desilusionado de todo lo que había probado. No obstante, seguí buscando una respuesta a la vida, y pronto había de recibirla.


La cosa empezó más o menos así: El año 1927 me detuve en Viena con un amigo, a causa de ciertos negocios. Visitamos a los banqueros y ocupamos la mayor parte del tiempo en nuestros asuntos. Un día visitamos a un banquero que. por motivos imprevistos, no pudo recibirnos a la hora convenida. Como teníamos que esperar una hora, propuse que fuéramos a ver la cercana catedral de San Esteban. Fue el 15 de agosto. Precisamente se estaba cantando una misa solemne.

En América no había entrado yo todavía en una Iglesia Católica. Ahora asistía por vez primera a una misa. Una inmensa multitud llenaba la catedral y, como nos encontrábamos en el centro, fuimos empujados hasta cerca del presbiterio. Comprendí que se trataba de una misa extraordinaria, y todo me pareció muy hermoso. De pronto oímos sonar una campana, y todos cayeron de rodillas. No pudimos movernos; tan apretados estábamos. Miré a mi amigo y le dije : "Será mejor que también nosotros nos arrodillemos." Lo hicimos y permanecimos arrodillados mientras la multitud estuvo de rodillas.


Yo quedé muy conmovido; tanto, que me resolví a asistir también a Vísperas, por la tarde. Los tres días siguientes, volví a asistir a misa en la catedral. Antes de abandonar Viena, me dije: "El catolicismo tiene en sí algo que es realidad. Necesito averiguar qué es." Después de mi vuelta a Nueva York, hablé sobre esto con mi esposa. Ella me dijo: "Antes de que te des cuenta, te echará la mano encima algún cura y te convertirá." "No, contesté yo; si hubiera de dar un paso semejante, habría de ser espontáneamente."

Tan pronto como se me presentó la ocasión, procuré hacerme con literatura católica, y — bien se me puede creer esto — pasó mucho tiempo antes de que pudiera encontrarla. Hay personas en mi situación que andan buscando libros católicos y no los encuentran.

Por fin, cayó en mis manos el libro de Fulton Sheen: "Dios y la Razón".

En este libro encontré, en primer lugar, un análisis de la filosofía moderna, y esto era precisamente lo que me convenía. Luego encontré en él una exposición de la filosofía de Santo Tomás de Aquino. Hasta entonces, Santo Tomás no había sido para mí más que un nombre; más aún, dudo que hubiera oído jamás este nombre.


La exposición de la filosofía del Aquinate me subyugó. Pronto comencé a reunir una biblioteca de filosofía escolástica, desechando los libros de Mister Eddy y otros semejantes para hacer sitio a la literatura tomista. Cuando quise darme cuenta, me encontré estudiando a San Agustín y abismado en la Teología.

Hacia el año 1931 tenía ya unas seis estanterías llenas de literatura católica. Por entonces sabía ya que iba a hacerme católico, pero quería tomar las cosas con calma. Aún visité a tres cultos predicadores protestantes y les rogué que me rebatieran mis objeciones. Después que los hube puesto en aprieto, acabaron por decirme: "Usted pertenece a la Iglesia Católica. Haga por entrar en ella lo más pronto posible."

No obstante, yo titubeaba. Volví a enfrascarme en la lectura de Santayana y de los otros filósofos modernos. Más aún, empleé un año entero en recorrer a la inversa el camino de mi vida, para ver si había cometido alguna omisión o error. Pasado este año, llegué a la conclusión de que sólo la Iglesia Católica era el lugar apropiado para mí.

Visité a un sacerdote en un distrito rural, al norte del Estado de Nueva York, y, una semana después, fui recibido en la Iglesia. El cardenal Hayes me administró la Sagrada Confirmación, y recibí el nombre de Tomás. Si alguien me preguntara como había venido a parar a la Iglesia Católica, le contestaría: "Por medio de Santo Tomás."

Y, ahora, todavía una cosa: Hace sólo nueve meses (en 1933) que soy católico; pero puedo decir, en verdad, que durante estos nueve meses he disfrutado de una paz como nunca la había conocido. Estoy completamente convencido, y lo estaré siempre, de que la Iglesia Católica es la única que da la respuesta a nuestra vida. Digo esto como hombre que durante cuarenta años probó toda clase de temas religiosos y filosóficos; y repito que sólo en la Iglesia Católica se recibe una respuesta determinada ante la vida".