Hija del líder comunista español y veterano del Ejército Rojo Ignacio Gallego, Aurora había sido convocada desde París, donde se estaba volviendo demasiado heterodoxa. El padre de los bebés era un ex guerrillero comunista venezolano que había cambiado el fusil por los libros, porque en Moscú la universidad era gratuita para los comunistas extranjeros.
Uno de los bebés tenía espina bífida y murió enseguida. El otro mellizo sufría una grave parálisis cerebral y sólo podía mover un dedo. Le llamaron Rubén David González Gallego y el padre se desentendió.
Cuando el bebé cumplió un año y medio, se lo llevaron "para unas pruebas"... y le dijeron a la madre que había muerto. En realidad, el bebé fue internado en una institución especial diseñada para hijos "enfermos irrecuperables" de líderes comunistas.
Y creció de orfanato en orfanato, sin saber de su origen nada, excepto su extraño nombre que no era nada ruso. Años después, Rubén declararía que las jerarquías comunistas copiaron el abandono de hijos enfermos de regímenes anteriores. "Mi abuelo sólo seguía las reglas del juego", explicó.
Un día, en 1986, los otros chicos de su orfanato provinciano pobre vieron por televisión que Gorbachov, el premier soviético, saludaba a un importante comunista español llamado Ignacio Gallego. Era diputado de Izquierda Unida por Málaga, y antes lo había sido por Córdoba y el Partido Comunista Español. "Gallego... Como tú, Rubén. A lo mejor es pariente tuyo", le dijeron al joven paralítico. Y Rubén, que no sabía nada, desdeñó la idea: “De ser ése mi abuelo, ¿cómo iba a encontrarme aquí comiendo esta bazofia?”
Los orfanatos soviéticos no andaban sobrados ni de medios ni de calor humano. De hecho, estaban tan abandonados por el sistema, que allí podía encontrarse algo tan antisistema como la fe y el amor cristianos.
Cuando muchos años después Rubén escribió su primer libro, “Blanco sobre negro”, lo subtituló así: “Sobre la fuerza de la bondad”. Y para el escritor esa bondad fue encarnada en sus niñeras cristianas, mujeres analfabetas y pobres que se dedicaban a un trabajo que todos despreciaban. A ellas dedica las líneas más tiernas de sus libros. En las analfabetas del país ateo, el escritor encontró a Dios.
"Las niñeras buenas todas eran creyentes. Todas. Estaba prohibido creer. Nos decían que Dios no existía. El ateísmo era la norma. Ahora pocos lo creerán, pero así era. No sé si había creyentes entre los maestros. Quizá sí. Los maestros tenían prohibido hablar de eso con nosotros. A un maestro le podían echar del trabajo por hacer la señal de la Cruz o por mostrar un huevo de Pascua. A las niñeras, no. Las niñeras tenían un sueldo bajo y mucho trabajo. Pocos querían fregar los suelos y cambiar pantalones a los niños. Ante la fe de las niñeras, hacían la vista gorda. Y ellas creían. Creían a pesar de todo. Rezaban largos ratos durante sus turnos de noche, encendiendo una vela que traían consigo. Nos hacían la señal de la Cruz antes de dormir. En Pascua, nos traían huevos pintados y crepes. Estaba prohibido traer alimentos al orfanato, pero ¿qué podía hacer la severa administración con unas mujeres analfabetas?"
Rubén recoge cómo era el alma y el hablar de una de estas niñeras.
“Llevo trabajando aquí mucho tiempo. Cuando vine, vi que había niños pequeños, uno sin piernecitas, otro sin bracitos. Y todos sucios. En cuanto le lavo, se arrastra por el suelo y otra vez se pone sucio. A uno hay que darle de comer con cucharita; al otro, lavarlo cada hora. Me cansaba mucho. En mi primer turno de noche ni me acosté. Acababan de traer a un niño nuevo, pasó toda la noche llamando a su mamá. Me senté en su cama, le cogí de la mano y así estuve con él hasta la mañana. Y todo llorando, llorando. Y por la mañana fui a ver al sacerdote, a pedir que me bendijera para dejar aquel trabajo. No puedo, le dije, ver todo aquello, todos me dan pena, se me parte el alma. Pero el sacerdote no me bendijo para dejarlo. Dijo que a partir de entonces, sería mi Cruz para el resto de mis días. ¡Y yo le supliqué tanto! Pero luego me acostumbré".
"De todas formas, es muy difícil", prosigue esta mujer que se desgastó con los huérfanos más enfermos. "Anoto en un papel los nombres de todos los niños a quien cuido. En casa tengo un cuaderno, a todos vosotros os anoto allí. Y por cada uno, en Pascua, enciendo una vela. Ya son muchas velas, sale caro, pero sigo encendiendo una por cada niño y por cada uno rezo un padrenuestro. Porque el Señor dijo que rezáramos por todos los niños inocentes."
"Y tu nombre es tan raro: “Rubén”... Serás un armenio. Los armenios son cristianos, lo sé. ¿No eres un armenio, dices? Ya me imaginaba que si tus padres no vienen a verte es que han de ser paganos. Un alma bautizada no dejaría a su hijo. Son unos perros, que el Señor me perdone. ¡Vieja tonta! Aquí pecas sin querer. Te anotaré en mi cuaderno sin apellido. Es que lo tienes tan raro que ni lo podré escribir. Todos tienen su apellido, pero tú no. En la oración sólo hay que decir el nombre, pero no está bien que no tengas apellido”
Rubén por eso escribe, con emoción: “Gracias a todas las niñeras buenas por haberme enseñado la bondad, por aquel calor en el alma que pude conservar en todas mis pruebas. Gracias por todo aquello que no se puede expresar con palabras, no contabilizar con ordenador y no medir. Gracias por el amor y misericordia cristianas, por el hecho de ser yo católico, por mis hijitas. Por todo.”
Parece que sólo una vez su abuelo intervino a su favor, sin saberlo él. Fue poco antes de cumplir los 15 años, una edad fatal para un minusválido soviético incapaz de aprender ningún oficio manual. Era la edad de ser enviado a un centro geriátrico para morir por falta de cuidados, atención o recursos de todo tipo. Pero él fue mandado a un centro “modélico”.
Manteniendo el coraje, el ánimo y mucha fe, el joven Rubén pudo escapar de allí un tiempo después “gracias al desorden” provocado por la perestroika de Gorbachov. Sobornó con una botella de coñac a un funcionario y así consiguió su partida de nacimiento, muy protegida y guardada en secreto. Con ella, consiguió tramitar el pasaporte para ir al extranjero.
Antes de irse, decidió buscar un sacerdote para bautizarse. Tenía diagnosticada una enfermedad que le decían que era inoperable y se preparaba para morir pronto. Y contra toda probabilidad, el primer sacerdote que se encontró en su camino, allí, en la provinciana ciudad de Novocherkassk, ¡era católico!
Luego, cuando llegó a España, supo que su enfermedad era tratable y se le operó con éxito. Su historia, de momento, tiene un final bastante feliz: pudo licenciarse, a distancia, en Derecho e Informática, se casó (tres veces), tiene dos hijas, ha encontrado a su madre, se ha hecho escritor y periodista y vive en los EEUU… Ya mayor escribió a su padre, pero no le respondió. De su madre dice que si ella hubiera insistido en su deseo de ver el cuerpo de su bebé o al menos obtener su certificado de defunción, los funcionarios “le habrían presentado ambas cosas”.
Supo de su mellizo muerto y dice que su hermano es “un ángel. Él está en el cielo, y yo estoy aquí y vivo por los dos”. Y de hecho insiste en sus libros en esa idea, la de vivir por otros."Tengo un corazón pequeño. Funciona con intercadencias. Es un corazón enfermo y débil. Pero mi pequeña bomba interior le basta y le sobra a mi cuerpo. Mi corazón da para mucho, no sólo para mí."
Los críticos coinciden en que sus libros autobiográficos, escritos originalmente en ruso, a pesar de su difícil infancia, están llenos de luz y alegría. Y es a propósito: “escribo sobre la victoria, porque si yo he podido, cualquiera podrá”.
Entrevista en ruso en “La curación por el espíritu” (año 2004)
Sus libros editados en España:
Rubén Gallego, Ajedrez. Alfaguara Más, 2005. 392 pág. ISBN 13: 9788420467924.
Rubén Gallego, Blanco sobre negro. Alfaguara, 2003. 184 pág. ISBN-10: 8420466727, ISBN-13: 978-8420466729.