Unos la llaman la “loca”, otros “Maggy la buldócer” y otros simplemente el “ángel de Burundi”. Lo que sí es cierto es que esta mujer de origen tutsi vio la muerte en su vida y en su familia mucho más cerca de lo que capacidad humana es capaz de aguantar.
Murieron 62 familiares suyos en manos de los hutus, y apoyada únicamente en su fe en Dios, en plena guerra civil, comenzó una obra para la reconciliación entre las etnias en Burundi. Esto implicó un camino de muerte y vida, de dolor y esperanza que hoy se traduce en más de 50 mil niños atendidos que han comprendido que el perdón y el amor es el único camino para la paz.
Marguerite Barankitse nació en una aldea de Burundi, de etnia tutsi. Antes de que comenzara la guerra de 1993 entre las dos etnias, ya había adoptado a 7 niños, cuatro hutus y 3 tutsis. Y cuando el conflicto estalló nadie quiso saber nada de ella, incluida su familia. No tuvo más remedio que refugiarse en el obispado. A ella se unieron más de 70 hutus y una mañana, mientras preparaba la comida, un grupo armado de tutsis irrumpió en el obispado y mató delante de ella a todos los adultos.
Para salvar a los 25 niños que custodiaba les ofreció los 11 mil dólares que tenía consigo. Tras la matanza acudió a la capilla del obispado a reclamarle a Dios donde estaban sus hijos, pues no se encontraban ni entre los muertos ni entre los vivos. De repente escuchó la vocecita de alguno de ellos, se habían escondido en la sacristía.
Armada únicamente de su fe en Dios ha logrado captar la atención de muchos periodistas y antiguos amigos que viven en Europa y conseguir los fondos suficientes para iniciar su proyecto la “Casa Shalom”, la casa de la paz, en donde recoge a niños huérfanos de Burundi, el Congo, Ruanda y Tanzania.
Su proyecto consiste en crear una red de aldeas en el que las casas se entregan a los mayores de 16 años, los cuales una vez formados ‘adoptan’ a los niños más pequeños para permitir que éstos puedan criarse en familias interétnicas que les acepten, les quieran y los valoren como personas.
Es fundamental que sean educados para la paz y el perdón. A la vez hay una línea de apoyo laboral y de estudios, consiguiendo enviar incluso a muchos de estos chicos y chicas a Europa o Estados Unidos a estudiar carrera universitaria que posteriormente desarrollarán en Burundi.
Y todo esto en un país que dedica más del 60% de su presupuesto al ejército y sólo un 2% a la educación; uno de los más pobres del mundo con más de 700.000 huérfanos, viviendo miles de ellos en las calles y en donde el sida campa a sus anchas. De hecho un gran número de los niños que tiene acogidos son seropositivos o ya han desarrollado la enfermedad.
Marguerite explica que ella se encontraba entre dos fuegos: por un lado los tutsi, su etnia, y por otro los hutus, sus hermanos en la fe católica. Para unos era una traidora, para los otros una espía.
Durante la guerra fratricida ella salvó a muchos hutus, sus hermanos en la fe, los cuales habían matado a su familia biológica, los tutsi. Y justamente éstos fueron los que mataron a los hutus que ella había salvado: “Si yo no fuera cristiana, me habría suicidado”, comenta.
Su punto de partida es muy claro, explica en una conferencia que impartió hace un tiempo en España a los Combonianos: “Mi convicción es que todos somos creados por el amor de Dios, somos hermanos, príncipes y princesas. Somos hijos de Dios, ciudadanos del mundo, del paraíso. Debemos irradiar la gloria de Dios. Es la única vocación humana y por lo que he venido aquí. Me enfado cada vez que veo a mis hermanos con cara triste porque pierden su vocación de príncipes y princesas”.
“Soy tutsi –continúa-, en mi familia he perdido a 62 personas. Sin embargo, nunca he querido ver en mi hermano hutu a un criminal. Porque el bautismo que he recibido me ha convertido en hija de Dios y hermana de todo el mundo”.
Tras la matanza en el obispado dijo: “Señor, me has dado estos niños, enséñame a educarlos con amor”. Ahora muchos de ellos son médicos, maestros, políticos…
“Si uno cree, es capaz de desplazar el odio y el miedo y puede ser el dueño del mundo (…) El que hoy es criminal podrá hacer cosas maravillosas mañana, ya que Dios lo ha salvado. Y la imagen de Dios nunca se nos quita. Somos nosotros los que hacemos que nuestros hermanos se convierten en malos. Si cada vez que nos encontramos con nuestros hermanos vemos en ellos la imagen de Dios, el mundo cambiaría”.
Viajando un día en su coche se encontró en la selva a un joven de 17 años con un arma que la obligó a detenerse y pidió que se arrodillara. Entonces ella le dijo: “No, hijo mío, ninguna madre en el mundo se arrodilla delante de su hijo, menos aún cuando tiene un arma”. Y añadió: “Vete a preguntar a la persona que te dio el arma dónde están sus hijos. Están estudiando en el extranjero, quizás en Bruselas, Montreal o en París”. Lo miró y vio que estaba llorando: “Tira este arma y ven conmigo, te voy a dar una identidad, una dignidad, y serás mi chófer”. Hace diez años que es su chófer, es padre de familia, está casado y tiene dos hijos.
Su conferencia a los combonianos concluyó así: “He venido a dar testimonio de que el amor siempre triunfa. No hay nada que pueda impedir que amemos. Recuperemos nuestra identidad de hijos de Dios y triunfará la alegría en todo el mundo”.