"La historia del profundo vínculo entre un maestro conservador y un joven creyente en el convulso País Vasco de 1976. Un relato de aprendizaje entre la fe, la política y la violencia", podría ser el resumen de Tiza y pancarta. El año que cambiamos el paso (Almuzara), del ex consejero de la Comunidad de Madrid y profesor de Derecho Carlos Mayor Oreja.
Las páginas de este nuevo libro nos transportan al corazón de una ciudad en plena transformación, y nos permiten conocer a Carlos Ruíz Elósegui, un hombre de sesenta años que decide regresar a San Sebastián (España), su ciudad natal, después de enviudar y haber pasado media vida en Madrid. Atrapado entre dos mundos, se debate entre ser un vasco de corazón o un madrileño nostálgico de su tierra natal.
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El protagonista deberá enfrentarse a dilemas morales, tensiones religiosas y desafíos políticos mientras la sociedad atraviesa una crisis de identidad, con cambios profundos y contradicciones que se reflejan en la vida cotidiana. Un relato que hará reflexionar sobre el poder del tiempo y la profunda conexión entre la fe y la política en una época de cambios radicales.
Carlos Mayor Oreja nació en San Sebastián el 13 de marzo de 1961. Estudió en el colegio de los marianistas de San Sebastián hasta que se trasladó a Madrid para estudiar Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Es funcionario de carrera y fue consejero de la Comunidad de Madrid de 1995 a 2003.
-¿Por qué quisiste escribir esta novela?
-La novela tiene su origen en mi diario de adolescente del año 1976. La manera en la que en el País Vasco unos chavales de 15 años vivieron esta convulsa etapa de nuestra reciente historia encerraba en sí mismo algo que valía la pena contar. Si a esto añadimos el hecho de que en la actualidad se nos intente explicar lo que pasó de manera tan diferente a como algunos lo vivimos, el deseo se convierte en una obligación y el resultado es Tiza y pancarta: explicar a través de la ficción la historia tal y como yo la recuerdo.
»No pretende ser una novela histórica, pero sí de memoria histórica, que es algo muy diferente a la historia que corresponde explicarla a los historiadores. Sólo quiero contar lo que yo viví o, mejor dicho, como yo lo recuerdo; sin mayores pretensiones, planteando temas sin resolverlos, para que el lector pueda llegar a sus propias conclusiones.
-¿Cómo recuerdas tu adolescencia en el País Vasco? ¿Había mucha politización, nacionalismo… en las aulas?
-No fueron años fáciles. La novela transcurre en un colegio religioso, los marianistas de San Sebastián. Un colegio es un buen escenario para combinar hechos históricos y pequeños asuntos, aunque son, precisamente, esos asuntos menores los que ayudan a comprender mucho mejor lo que pasó. La novela está repleta de anécdotas, muchas sacadas de mi diario. Que el ambiente llevara a que unos chavales de 15 años se tuvieran que definir sobre si hacían huelga, iban a una manifestación o si tenían tal o cual identidad, no resulta agradable para nadie. De eso trata también la novela.
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-¿Y tu vida de fe en aquellos años? ¿cómo era?
-Estamos hablando del 76. La Iglesia Católica necesitaba renovarse, adecuar su mensaje a los tiempos y el Concilio Vaticano II le brindaba la oportunidad para lograrlo: sin cambiar los dogmas, pero con una nueva pastoral. En este sentido los textos conciliares suponen un gran avance respecto de la situación anterior, aunque no tanto las interpretaciones que, después, algunos hicieron. Los que así los interpretaban, pensaban que nos marcaban el mejor de los caminos cuando, en realidad, estaban apuntando el de la salida. Nuestros profesores de religión nos daban la mano para subir una escalera convencidos de que la voz de los cristianos iba a escucharse mejor, sin poder imaginar que, para muchos, aquella escalera conducía a la nada.
»Ese fue el ambiente en el que yo viví, con el que me sentía plenamente identificado, y que he intentado reflejar en la novela: la mejor liturgia era la que no existía; te creías más inteligente por plantear dudas de fe; rezar el rosario era de trogloditas que no sabían meditar; cada uno debía encontrar su Dios personal, hacer la religión a su manera. Los que nos la dábamos de católicos avanzados teníamos un cierto sentimiento de superioridad intelectual frente a los católicos tradicionales.
-En el bachillerato, se podía estudiar con el hijo del gobernador civil, con el de un policía o con el hermano de un miembro de ETA... y, sin embargo, imperaba la fraternidad. ¿Qué papel jugaron los marianistas en todo ello?
-Los marianistas hacían las cosas lo mejor que podían y se preocupaban por el alumno cualquiera que fuera su inclinación política o la de su familia. Para mí, fueron ejemplares y, muchos, santos. Que entre ellos hubiera franquistas, que habían visto asesinar o perseguir a sus hermanos de congregación durante la Guerra Civil; nacionalistas vascos, algunos de familias que habían sido represaliadas; progres o tradicionales, no quebraba el ambiente de fraternidad. Es verdad que de algunos temas no se hablaba para evitar violencias e incomodidades.
-¿Nos puedes explicar esa dicotomía de la que hablas entre el "Jesús Pastor" y el "Jesús Cristo Rey" de aquellos años en el País Vasco?
-La dicotomía resume bien la novela, es lo que está detrás del relato. Los sacerdotes de aquellos años se habían formado en una Iglesia para la que Jesús representaba el Cristo Rey y se fueron adaptando a otra en la que Jesús, sobre todo, era el Pastor que guiaba a su rebaño. En ambos casos, un Jesús vivo que había resucitado para salvarnos. Los dogmas no cambiaban, pero sí la manera en que se presentaban a la sociedad.
»El error estuvo, en mi opinión, que a través de la nueva pastoral algunos estaban alterando lo que era dogma, pero que el Concilio no había querido modificar. Para explicarlo acudo a dos personajes secundarios de la novela: uno tradicionalista vasco y otro nacionalista vasco. El primero representa lo que estaba a punto de desaparecer y el segundo lo que estaba llegando. En el 76, la Iglesia Católica todavía tenía una relevancia e influía, no siempre para bien, en la sociedad vasca.
-¿Qué relación hay entre la subida del nacionalismo y la bajada de la práctica religiosa? ¿Cuándo y cómo "ser vasco" deja de ser sinónimo de "ser católico"?
-Los religiosos vascos en su labor misionera estaban presentes en todos los lugares del mundo. No era extraño que, en el País Vasco de aquella época, las familias numerosas tuvieran varios hijos sacerdotes, frailes o monjas. El aforismo fededum y euskaldun (vasco y católico son la misma cosa), todavía resultaba aplicable para definir la realidad. Pero, en el año que transcurre la novela (1976), la sociedad ya está cambiando: secularizaciones en masa, pérdida de vocaciones, compromiso social sin fundamento religioso, influencia protestante… A todo ello, que tiene un origen eclesial, se unen los vientos del mayo del 68 y una sociedad muy tensionada que da como resultado la progresiva pérdida de relevancia de la Iglesia Católica. Fededum y euskaldun, en mi poco tiempo, pasa a ser cosa del pasado.
-¿Y que la Iglesia fuera la mayor víctima de la Guerra Civil y, posteriormente, se dejara llevar, por ejemplo, en el País Vasco, por algunas de las ideologías que la persiguieron?
-Lo intento explicar en la novela. Pero no fue un fenómeno exclusivo del País Vasco. Lo mismo se produjo en el resto de España y, en particular, en algunos países latinoamericanos. Volvemos a la misma idea: las interpretaciones que algunos hicieron del Concilio y que traían causa de las discusiones de los padres conciliares. El compromiso con los pobres no era nuevo para la Iglesia Católica, pero sí fue una novedad la manera de enfocarlo. La acción se fue desprendiendo del contenido trascendente; la teología de la liberación amparaba, en situaciones de flagrante injusticia, el uso de la violencia; por primera vez en dos milenios, la oración entraba en crisis…
»No olvidemos tampoco que en los textos conciliares, para contribuir a la distensión internacional (ostpolitik), se optó por eludir la condena al comunismo. La suma de todo ello provoca que muchos religiosos se dejaran llevar por las ideologías que habían perseguido a la Iglesia de la que ellos formaban parte. Además, en el País Vasco se añadieron unos componentes singulares que provocaron que la respuesta fuera tan traumática. Es lo que pretendo explicar a través de algunos de los protagonistas de la novela.
-Por cierto, ¿qué queda en la sociedad vasca de esa época en la que la Iglesia y los principios cristianos estaban tan presentes?
-La sociedad en general, no sólo la vasca, es muy diferente a la que describe la novela. La familia ha cambiado mucho; la ideología de género está teniendo un impacto fortísimo; cada vez hay más perros y menos niños; se busca la satisfacción en lo inmediato…, en definitiva, una sociedad muy debilitada. Es lógico que, en este contexto, la Iglesia Católica pierda relevancia. Pero soy optimista, porque, si la Iglesia Católica persevera en su mensaje, sin miedo a ser incomprendida, tendremos una sociedad mucho mejor. El riesgo está en que no nos atrevamos a ir contracorriente, sólo, entonces, las cosas seguirán igual o evolucionarán a peor.
-¿Qué papel jugó el carlismo en esos años? ¿Cómo se disgregó luego en derechas, izquierdas...?
-La historia del País Vasco no se entiende sin el carlismo. Los incidentes de Montejurra del año 1976, que aparecen descritos en la novela, suponen el acta de defunción del carlismo. Los más tradicionalistas pasaron a partidos de derecha-derecha, los más avanzados al socialismo y los de los pueblos a los nacionalistas. Estos últimos pasaron de sentirse españoles a convertirse en nacionalistas vascos, sin mayores problemas, porque era lo que se sentía en los pueblos.
-Una curiosidad, ¿cómo se vivió, tras el Concilio, el uso de las lenguas vernáculas en misa y todo el tema del auge del vascuence?
-Yo tenía 15 años en el 76 y ni siquiera conocí las misas en latín. Cuando yo vivía en San Sebastián algunas misas se oficiaban en euskera, pero la mayoría en castellano, sin mayores problemas. Muchos de los que han leído la novela se han sorprendido de lo que sobre el vascuence (así, entonces, nos referíamos al euskera) cuentan algunos de los personajes de la novela.
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-Para terminar, ¿lo que cuentas en el libro es una época dura que se debería olvidar?
-Todo lo contrario. Además, hay muchas historias de personas ejemplares que los jóvenes deberían conocer. No sólo no debemos olvidar lo que fueron aquellos años, sino que tenemos la obligación de contarlo.
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