Era la Rusia comunista de 1984. El policía que custodiaba la entrada del Kremlin miró con recelo aquel estuche de cuero... hasta que su portador le alargó una medalla de la Virgen Milagrosa. Y le dejó pasar.
Así, en la iglesia de la Anunciación, el obispo católico exiliado Pavel Hnilica y el sacerdote Leo Maasburg celebraron en secreto -todo lo necesario iba en el estuche- una misa por la consagración de Rusia al corazón de María, tal como había pedido Juan Pablo II.
Y luego cumplieron otra misión, una encargada por una mujer: dejaron caer una medalla entre las tumbas de los zares, tal como había pedido la madre Teresa: “Plantad las medallas en Moscú”.
Cuando a la madre Teresa, fundadora de las Misioneras de la Caridad, se le metía algo en la cabeza, todos los que la rodeaban sabían que, de una forma u otra, acabaría por cumplirse.
Así lo aprendió Leo Maasburg, que hoy es director nacional de las Sociedades Pontificias Misioneras de Austria, pero entonces un joven sacerdote recién ordenado, la primera vez que se quedó a solas con la beata de Calcuta.
Era 1982 y él hacía las veces de intérprete del obispo eslovaco Pavel Hnilica, que trabajaba ayudando a la Iglesia clandestina de los países comunistas del este.
El obispo se marchó dejando solo -y desocupado- a Maasburg, que recibió de inmediato una petición de la monja de Calcuta. “Padre, ¿podría llevarme mañana al Vaticano?”
La madre Teresa había sido invitada a la misa del Santo Padre y Maasburg no lo dudó un momento. Poco antes de las cinco de la mañana estaba listo para recoger a la madre Teresa y a otra hermana que la acompañaba.
Juntos llegaron a las dependencias vaticanas y, tras un rato de espera que llenaron haciendo oración -quince misterios del rosario y una novena rápida-, se les indicó que pasaran.
“El padre viene con nosotras”, dijo firmemente la madre Teresa al guardia que había intentado detenerlo, puesto que no tenía invitación para asistir a la misa. Así el primer control, el segundo -“el padre viene con nosotras”-, el tercero -“el padre viene con nosotras”-, pero no el cuarto. A la entrada de los apartamentos papales dos policías vestidos de paisano detuvieron al padre.
-Madre, el padre no tiene permiso, por lo que no puede ir con usted.
-¿Y quién puede darle permiso al sacerdote?
-Bueno, el mismo Papa, o quizá monseñor Dziwisz.
-Estupendo, entonces espere aquí -dijo la monja mirando a Maasburg-, que le voy a preguntar al Santo Padre.
-Per amore di Dio, madre Teresa! Es mejor que el padre vaya con usted -y mirando al padre-: Venga, pase.
La pequeña dictadora -así la llamaban cariñosamente quienes sabían de su cabezonería- se había salido con la suya. Así que el padre Maasburg no solo entró en la misa privada del Santo Padre, sino que, minutos después, se preparaba bajo las órdenes del cardenal Dziwisz para concelebrar la misa con Juan Pablo II.
“Monseñor, el padre Maasburg va a concelebrar la santa misa con el Santo Padre”, había notificado poco antes la madre Teresa.
Después de aquel día junto a la misionera de Calcuta vendrían muchos más, puesto que a Maasburg le fue encomendada la misión de acompañar a la madre Teresa a Cuba, Nueva York, Moscú y, cómo no, Calculta.
Fue su confesor, su amigo, su guía espiritual y la figura de ese sacerdote que la fundadora de las Misioneras de la Caridad siempre quería tener cerca, a mano, para sus hermanas.
Porque ellas, y así se lo diría día tras otro, no eran trabajadoras sociales, sino “contemplativas en el mundo” y su alimento era “la oración”, por encima de cualquier cosa.
Por eso, aquel 1972 en que BanglaDesh quedó asolado por unas terribles inundaciones, la madre Teresa envió a sus hermanas para ayudar, sí, pero también insistió en que volvieran a casa para la adoración y la misa en lugar de hacer una excepción y trabajar de forma continuada como pedían los equipos de socorro. Esa era su misión y la de sus hermanas: orar y amar, amar hasta que duela y orar. Ver en cada pobre al mismísimo Jesús.
Una misión que comenzó en 1946, cuando se cumplían nueve años de los votos perpetuos de la madre Teresa como religiosa de las Hermanas de Loreto.
Viajaba en tren hacia Darjeeling, al norte de la India, cuando vio a un grupo de necesitados. Entonces en su corazón resonaron con fuerza las palabras de Cristo en la Cruz -“tengo sed”- expresión última y suprema, diría la madre Teresa, del amor de Dios hacia los hombres. Él tiene sed de nuestro amor.
Desde aquel día su compromiso con los más pobres entre los pobres -pobres materiales y también de espíritu- se extendió por los cinco continentes; incluso llegó, justo un año después de aquella medalla milagrosa que cayó en el Kremlin, a la Rusia comunista.
Para la madre Teresa, su misión era tan sencilla como el Evangelio que (recuerda Maasburg el gesto que hacía con la mano la religiosa) “se lee con cinco dedos. A-mí-me-lo-hicisteis”. Por eso cuando estaba en Calcuta no dejaba de acompañar a sus voluntarios a Nirmal Hriday (‘corazón puro’), la casa de los moribundos y también “hija predilecta” de la beata.
Llevaba a cada voluntario hasta los pies de una cama, le tomaba la mano, le hacía la señal de la cruz en la frente y lo acercaba hasta el moribundo. “Háblale, ayúdale a comer, dale la mano”. Luego, con todos colocados, se retiraba a un rincón desde el que observaba la escena: decenas de voluntarios cuidando a Jesús. Y así hizo, también, cuando Juan Pablo II visitó Nirmal. Lo tomó de la mano, lo acercó hasta una cama y, mirando al moribundo, dijo: “Bendígalo, Santo Padre”.
La beata cambió la vida de Maasburg -“me enseñó a ser sacerdote”-, y la de quienes la conocieron, pero también la de muchos que ni tan siquiera estuvieron cerca de ella. Como aquel joven americano, dedicado al tráfico de drogas y armas, que un día escuchaba música mientras conducía su coche.
La emisora interrumpió la programación para emitir el discurso que daba la madre Teresa, recién premiada con el Nobel, al recibir las llaves de la ciudad de San Francisco. Tres minutos después de oír su voz, el joven empezó a llorar. Tanto que tuvo que parar el coche en el arcén.
Luego llamó a la emisora y preguntó quién había hablado. Después buscó la dirección de la casa de las Hermanas en San Francisco y se enteró allí de que había una congregación masculina. Fue, hizo un retiro, se confesó y empezó una nueva vida.
Todas estas anécdotas vividas y contadas por el padre Maasburg circulan en España de la mano de un libro de título simple -La madre Teresa de Calcuta (Ed. Palabra)- con el que el sacerdote quiere solo hacer lo que la madre Teresa le enseñó. Fue aquel día en que le pidió que dirigiera los ejercicios espirituales de sus hermanas.
- Claro, madre, ¿cuándo los haremos?
- Mañana.
- ¿Mañana? ¡Si no he preparado nada!, ¿de qué les voy a hablar?
- Hable de Jesús.