El arandino Raúl Berzosa es el obispo de Ciudad Rodrigo. Con una sólida formación teológica y científica, su discurso está repleto de aristas que va puliendo con precisión y paciencia en cada frase.

El resultado de ese proceso, para el que se requiere un pensamiento que no se recree en preguntas ociosas y tampoco se conforme con respuestas facilonas, es una visión del mundo realista, trascendentalmente pegada a lo terrenal.

Tal vez porque a lo largo su vida ha conocido una buena parte del mundo, desde los escenarios de los grupos de teatro anarquistas de la Transición hasta los salones del Vaticano. Después de todo, el poeta Eliot escribió que lo que llamamos comienzo es a menudo a un fin y que llegar a un fin es hacer un comienzo.

Por esa razón, charlar con él sobre ciencia, moral o Castilla y León es más que un privilegio. Es un rasgo de civilización, pues incluso nos permite estar de acuerdo en el desacuerdo.
«Recuerdo mi infancia como un momento especialmente feliz. Soy el hijo mayor de cinco hermanos. Nuestro padre era industrial, además de profesor de música. El ambiente dentro de la familia era de un cariño enorme y de un gran respeto».

¿Cómo recuerda aquella Aranda de Duero?
Estupendamente. Las buenas tradiciones lo inundaban todo, permitiendo una convivencia muy fluida. Siempre digo que la Ribera tiene un vitalismo enorme, lleno de calor.

¿Cuándo surge su vocación religiosa?
Tardó en llegar. Es más, de pequeño quería ser artista de cine y músico. Sin embargo, un día, un fraile claretiano nos dijo, durante una excursión, que se necesitaban misioneros para Latinoamérica…

¿Y que le respondió?

Que no. Entonces me preguntó si yo era monaguillo y comulgaba todos los días. Al decirle que sí, me propuso que le preguntase a Jesús si yo debía ser misionero. Lo hice, con la voz bajita, sin escuchar nada. Pero mi corazón me llevó a pensar que podía ser cura. Y me fui al seminario.

¿Cómo llega la vocación?
A unos de repente, como un enamoramiento. Pero a la mayoría –y ahí me incluyo- le viene a través de otras personas. Si ese cura no me hubiera provocado, probablemente no la hubiera descubierto.

¿Cuesta mantenerla?
Hay que ser fiel a ella y superar las dificultades. El tiempo en el seminario nunca es fácil. En la adolescencia tuve una crisis muy fuerte, preguntándome si Dios existía. Pero a los quince años Él se me hizo patente, en forma de amor, tal y como se lee en las cartas de San Juan.

¿La Fe da fuerzas para vencer a las tentaciones?
En el tiempo de la formación la vocación está expuesta a muchas tentaciones, como poner el dinero por encima de todo. Pero el Señor te va dando fuerza, encaminándote así hacia la Verdad.

¿Por qué unos hombres tienen Fe y otros no?
La Fe está en nosotros, nacemos con ella, como si tendiéramos a la religiosidad por naturaleza. A veces esa Fe no despierta porque el ambiente no lo favorece. O se toman derroteros contrarios a la vida cristiana.

¿Cómo fueron sus años en el seminario?

En cuanto a lo humano, los más completos de todos. No quise ser un seminarista de cristal, metido en una burbuja. Desde que tenía quince años me dejaron participar de los grupos juveniles de la gente de mi edad. Con lo cual viví los mismos problemas que vivían la gente de mi edad…

¿Cómo vivió ese tiempo de la Transición?
Participé en cosas increíbles, incluso, vistas hoy, contradictorias. Desde hacer teatro en Aranda con gente que estaba dentro de los grupos anarquistas hasta tratar con gente muy conservadora… Fui seminarista, pero también un joven más.

Eran años complicados.
De los ciento cuarenta que empezamos en el seminario sólo cinco hemos terminado dando misa. En esos años se cuestionaba todo. En algunos ambientes me decían que yo era como el brujo de la tribu. Que mi labor no tenía sentido porque la tribu ya no creía. Y había que luchar contra todo aquello.

¿Por eso aboga por la «pastoral de la zapatilla»?
No podemos conformarnos sólo con la gente que nos viene, a la que queremos y mantenemos. También hay que salir a la calle, aunque sea un método más lento. Pero la vida no tiene una trayectoria vectorial recta y ascendente. Así es la vida pastoral también. Sombras y luces… Pero siempre creciendo.
 
Esa mentalidad abierta hacia el mundo se demuestra también en su interés por la ciencia.
Sigo el principio de Einstein que dice que «la ciencia, sin la fe, está ciega, pero la religión, sin la ciencia, está coja y ciega».

¿Entonces ciencia y religión deben entenderse?
Cuando el científico y el teólogo son verdaderos, los prejuicios se rompen. Ambos reflexionan sobre la realidad. Y al final los puntos de encuentro son muy bonitos, con asuntos maravillosos que compartimos.

Pero históricamente ha existido un conflicto.

El problema siempre son las posturas ideológicamente cerradas, que no conducen a nada. La ciencia está abierta a la trascendencia. Por su parte, la Fe tampoco tiene miedo de ir hacia la ciencia.

Hubo momentos en que sí tuvo ese miedo.

Existieron enfrentamientos notabilísimos, que no se tuvieron que dar nunca, además de posturas que también fueron erróneas. Ha costado mucho reconocerlo, pero se ha hecho. Curiosamente, hoy estamos en el campo contrario.

¿Ahora es la ciencia la que niega a la religión?
En efecto. Si los inquisidores fueron algunos sectores de Iglesia, hoy los inquisidores son muchos científicos que no quieren oír hablar absolutamente de nada que escape a su campo, aquello que no es controlable.

Usted aboga por una postura de entendimiento.
Hay posturas extremas. Yo no creo en el creacionismo. Pero tampoco en esa visión científica que niega la trascendencia. Digamos que, en el caso de la evolución, mantengo una postura abierta, moderada.

¿Es posible, pues, asumir una ciencia trascendente?

Sin duda. No podemos limitarnos sólo a leer un guión de hace millones de años. Tenemos que preguntarnos por qué surgió algo de la nada y por qué todo existe de la forma en que existe.

Es decir, buscar al «autor» de ese guión.
Y además tratar de comprender por qué se ha escrito así el guión. Demasiadas veces los científicos, aunque no tengan que poner la Fe sobre el microscopio, no quieren hacerse esas preguntas.

Quizá porque no deban hacérselas. O tal vez todavía no tengan respuestas.

Pero en la ciencia se están abriendo las ventanas y las puertas. La física más teórica casi es espiritual, llegando, en algunos casos sin saberlo, a los misterios de la trascendencia. Aun así hay que tener cuidado: esa espiritualidad puede ser un engaño.

Al final, lo que resulta indudable es que la ciencia y la Fe terminan convertidas en pasiones.
Siempre les digo a los científicos que hay que vivir la vida con pasión. Y más fuerte que la pasión erótica es la política. Y más fuerte que ésta es la científica. Y todavía más fuerte es la artística. Y al final está la más poderosa de todas, que no es otra que la pasión mística.

Por lo tanto, ambas posturas son compatibles.

Las ciencias empíricas y la religión se desligaron desde el Renacimiento. Pero ambas se necesitan. Hoy nos sobra información y especialización. Y a lo mejor nos falta la sabiduría que se puede aportar desde la filosofía y la teología.
 
Sin embargo, pongo por caso, es difícil para un neurocientífico asumir que el comportamiento no tiene una base genética, en los universales humanos.
Esa es una visión engañosa. La prueba es que los seres humanos nacemos desprotegidos, sin saber qué hacer. Los animales, en cambio, no. Fíjese que sus comportamientos apenas han variado en miles de años.

Más: la labor social de la Iglesia no siempre es bien conocida.
La Iglesia siempre ha sido pionera en la atención a las necesidades, tanto físicas como espirituales. Por esa razón, si la Iglesia alguna vez se cierra en ella misma, entonces ya no es Iglesia.

En ocasiones falta comunicar todo ese trabajo.
La relación con los medios de comunicación en España es una asignatura pendiente para todos. Los medios nos acusan de que sólo queremos hacer catequesis. Y a su vez nosotros les acusamos de que no conocen la realidad de la Iglesia.

Quizá baste con contar los hechos. Unos y otros.
Pero usted sabe que una cosa es contar los hechos y otra es la interpretación de los mismos. Por ejemplo, hoy no se puede decir que la Iglesia sea ocultista. Ahora se conocen la mayoría de los pecados de los hijos de la Iglesia.

Usted estudió en el Vaticano, del que, en efecto, se tiene esa imagen algo cinematográfica.
Fui un privilegiado. Fueron años extraordinarios. Allí, por ejemplo, descubrí que, cuanta más alta es la jerarquía de la Iglesia, más sana resulta en su comportamiento. Su talante moral es inmenso. Tenga en cuenta que, en nuestro ámbito, hemos pasado muchísimos filtros, tanto morales como intelectuales.

¿No se pierde cercanía al subir en la jerarquía?

Al contrario. Precisamente lo que se nos pide a todos es que tengamos una idea de sencillez y de cercanía. Los dos últimos papas han sido papas de calle. Y cuando el actual Papa escribe, lo hace como un hombre más, sin pasar por el intelectual que es, conociendo la realidad de primera mano.

Los dos últimos papas han sido bastante distintos, pero ambos han conciliado masas.
A Juan Pablo II siempre lo he percibido como el Papa de los gestos. No en vano fue actor. En cambio, Benedicto XVI es el Papa de la palabra, de la sabiduría elegante. Y ambos han sido recibidos por millones de personas…

¿Cómo son en persona?
Ante Juan Pablo II te hallabas delante de una personalidad que te arrollaba, de un gigante, incluso hasta físicamente. Y Cuando estás delante de Benedicto XVI, te encuentras frente a una persona delicada, con una sutileza y una inteligencia enormes.

Y ha reflexionado mucho sobre la institución.
Es un hombre habituado a observar, a analizar, a criticar y a dar respuestas. Sabe que todo en la vida hay que asumirlo, para después purificarlo y elevarlo. Como Miguel Ángel, él ve la escultura encerrada en el bloque de mármol.

Entre otras cosas, propone acortar las homilías.
Quizá no sea problema de acortar, sino de hacerlas más interesantes. Hay que prepararlas bien, para que conecten con los problemas reales. Para conseguirlo, lo mejor es tener delante la Biblia y el periódico del día.

Lo que es idóneo para un tiempo de crisis.
Sobre todo, para una crisis antropológica. No estamos en una época de cambio, sino en un cambio de época. Hay cuatro modelos en lucha: el religioso, el humanista, el ecológico y el biónico. De ellos emanará la nueva época, es decir, la nueva sociedad.

Tras haber pasado por diversas parroquias y haber sido obispo auxiliar en Oviedo, ahora tiene la misión de dirigir la diócesis de Ciudad Rodrigo.
Que es la más pequeña de España. No llegamos a treinta y cinco mil habitantes. Y ya soy, por cierto, el tercer obispo arandino. Antes estuvieron el Cardenal López de Mendoza y don Silverio Velasco.

Se le nota contento.
Aquí estoy muy feliz. He regresado a mis raíces castellanas. Y hay tarea por delante. Al ser una sociedad rural, donde apenas hay industria, los jóvenes de la diócesis tienen que emigrar. Es una población muy envejecida.

Y sin jóvenes no hay futuro.
Son el gran termómetro de la sociedad. Si quieres conocer a una sociedad, en sus luces y en sus sombras, debes entrar en el espíritu y en el corazón de los jóvenes. Ahí está todo.

¿Qué se puede hacer?
Ninguna región de Europa tiene tanto patrimonio como nosotros. Ni tanta reserva natural. Debemos aprovecharlo. Pero tenemos que vivir también de cara al futuro, siendo punteros en ciencia, en cultura…

Quizá falte algo de unión en la Comunidad.
Lo dije en la homilía del día de San Esteban. El arte de navegación consiste en convertir en oportunidad las amenazas. Aprovechar la fuerza del viento entre las velas para vencer el mar. El viento no va donde uno quiere…

Es obispo, pero también párroco mayor.
Lo que da mucha cercanía. La gente te para y te cuenta anécdotas. Me gusta ir a comprar al supermercado o a tomar un café al bar… Se me ve como a un ciudadano más, accesible. Pero no se olvida que soy el obispo.

Vive con su madre.
Al morir mi padre, nos juntó las manos a los dos y me dijo que tenía que cuidar en el futuro de ella. Y yo encantado. Ella ha sido todo en nuestra casa. Ha sido la que nos ha transmitido su vivencia de la Fe, su optimismo, su entrega… Una referencia.

Y ahora también lo es para la Iglesia su hermana, Sor Verónica.
El ejemplo de mi hermana es un milagro. No sólo del que Dios es capaz de hacer en una persona, sino en una comunidad. Es una referencia universal de la Iglesia.

Cae la noche mientras continuamos hablando con este obispo que interpreta al piano versiones de los Beatles y que da conferencias sobre la evolución, sin perder por un solo instante el sentido último de su misión. Insistimos: poder charlar con Raúl Berzosa obliga a abrir la mirada y a recapacitar sobre buena parte de nuestras opiniones. Lo normal en un hombre que habita con pasión el mundo. Porque tal vez en eso también consista tener Fe. En otras palabras, estar vivo.