“España salvó mi alma”, proclamó el poeta sudafricano Roy Campbell (19011957). Se refería a algo más que a su conversión al catolicismo en Altea, en 1935.
Fue su vida entera la que encontró un sentido cuando Don Gregorio, párroco de esa localidad alicantina, asesinado meses después por los milicianos, le regó con el agua bautismal. La forma hispana de vivir la religión le había ofrecido por fin el aire que sus pulmones de artista reclamaban desde pequeño.
Años antes había llegado a Oxford, para estudiar Literatura, un hombre acostumbrado a tratar con los zulúes y a sentirlos como iguales. Lo cual podía ser escandaloso en su país natal, pero en Inglaterra le otorgó un aura propia en el Parnaso.
Además, a Campbell los escándalos nunca le importaron demasiado. Como tampoco la abundancia de cerveza que caracterizaba aquellas legendarias tertulias literarias y sus puñetazos posteriores.
En un ambiente irrepetible como fueron los happy twenties británicos, entroncó con el celebérrimo Círculo de Bloomsbury de Virginia Woolf. Resultó ser demasiado conservador para ese clan, pero hizo en él suficientes amigos como para convivir durante mucho tiempo con sus costumbres disolventes.
Eso sí, jamás cultivó el amor a la decadencia. Conoció a Mary Garman, se casó joven con ella, tuvieron dos niñas y se escaparon a Francia para aislarse en la campiña provenzal. Fueron años dorados, que sólo perturbó el Mal en forma de una extraña relación lésbica de su mujer con Vita Sackville-West, amante a su vez de la Woolf.
Roy conoció en las Landas la tauromaquia y quiso ser torero. Tenía Barcelona al lado y en el pecho la comezón de vivir en España, y en 1934 se vino. Al poco, la evolución religiosa que había emprendido el matrimonio tiempo atrás floreció para siempre. Todo el pueblo de Altea asistió al bautizo de aquella sorprendente familia.
Los de Bloomsbury le odiaron por ello, pero sólo una porción de lo que le iban a odiar cuando se mostró partidario de la victoria de los nacionales. Su poema Flowering Rifle lo consideran algunos el mejor sobre la guerra civil, y es inequívoco en su sentido.
Campbell había sido siempre antisocialista. Su temperamento ácrata y excéntrico casaba mal con lo que se sabía de los bolcheviques. Pero, además, vivía en Toledo el 18 de julio. Había hecho amistad con los carmelitas de la Ciudad Imperial, cuyo convento atisbaba desde su hogar mientras trabajaba casi al ritmo de la campana monacal.
En esos temibles momentos prometió al santo que traduciría al inglés sus versos si salían vivos del trance. Cumplió el voto, y es hoy todavía la versión más celebrada.
Amigo de Evelyn Waugh, C.S. Lewis, T.S. Eliot o J.R.R. Tolkien (quien se inspiró en él para el personaje de Aragorn –Viggo Mortensen- en El Señor de los Anillos), Campbell fue un poeta admirado por su talento y aborrecido por su disidencia.
Fue soldado voluntario (ya maduro y con familia) durante la Segunda Guerra Mundial al servicio de Su Majestad, y trabajó en la BBC. Pero la progresía jamás le perdonó que confesase a Cristo y defendiese a Franco. Ataviado por Londres a menudo con sombrero cordobés y capa española, a nadie dejaron indiferente ni sus ideas... ni la perfidia que rezumaban los atrabiliarios versos satíricos con que fustigó a sus enemigos.
En 1957 murió en Portugal al salirse su vehículo de la carretera. En el país que salvó su alma, el nombre de Campbell se fue apagando. Una paradoja más. Como sus versos, puñales o pinceles, pero siempre de una sonoridad y una rima únicas en la literatura inglesa del siglo XX. ¡Tal vez porque las manos que protegieron de la barbarie la mística Llama de amor viva se habían criado en la tierra de los leones!