Justina Banda es la séptima de los diez hijos de sus padres, dos zimbabweanos que se convirtieron al cristianismo cuando las monjas y sacerdotes del Instituto Español Misionero Extranjero (IEME) llegaron al país africano en 1950.
Allí los misioneros comenzaron a predicar y a construir hospitales, carreteras y ayudar a los más necesitados, algo que dejó maravillada a Justina, que desde antes de cumplir los 14 años tenía claro que quería ser como ellos, a pesar de encontrarse con la negativa de su padre.
«En mi país, por desgracia, las mujeres y los niños somos de segunda clase. Mi mamá tuvo que luchar para convencer a mi padre de que me dejara seguir mi vocación. Mi papá no quería que fuera monja. Decía que era una vida muy rara, que era un trabajo para los españoles y que, además, no le iba a dejar nada, ni dinero, ni nietos. Con el tiempo y sobre todo gracias a mi mamá aceptó y entré a la congregación de las Hijas del Calvario», relata Justina.
Que las niñas vayan a la escuela
El hecho de que las niñas de la familia fueran a la escuela también supuso muchas horas de charlas y convicción, explica en el diario La Opinión de Málaga.
«Los misioneros construyeron escuelas en Zimbabwe y mi mamá quería que fuéramos. En mi cultura la mujer no está considerada. Los chicos van a la escuela y las chicas ayudan en casa, por eso mi padre sí fue y mi madre no sabía ni leer ni escribir su nombre. Yo tuve suerte de que ella me estuvo animando y convenció a mi padre, que no entendía por qué sus hijas debían ir», cuenta Justina.
Cuanto terminó su formación como hermana de las Hijas del Calvario comprobó que se le daban bien las matemáticas, y fue a Ohio (EEUU) a formarse como maestra de esta disciplina y también en inglés.
Profesora de matemáticas en África
«Cuando dije que quería ser profesora de matemáticas todo el mundo me decía que era rara. Una mujer, encima queriendo ser monja. Me sugerían que enseñara la Biblia», cuenta la misionera.
En Zimbabwe, después de su formación, comenzó a dar clases en el colegio de los Maristas de Dete, en la Diócesis de Hwange. «Empecé a animar a las chicas de la escuela a que estudiaran para formarse y ser independientes. Allí sólo éramos dos maestras y 22 maestros. No fue fácil. Las mujeres no tenemos voz, no importa si eres monja o no, todas allí encontramos esta discriminación. Así que mi misión siempre fue promover el papel de la mujer», señala.
Durante los 28 años que Justina lleva dentro de las Hijas del Calvario, ha recorrido medio mundo predicando y hablando de las misiones de su Congregación. Así, estuvo en Estados Unidos, Alemania y seis años al mando de la vicaría general de su Congregación en Roma antes de volver de nuevo a su país.
Con Manos Unidas, ayudar a huérfanos y enfermos
Precisamente en su vuelta fue cuando comenzó a colaborar con Manos Unidas, la ONG católica española de ayuda al desarrollo, para construir un hogar para huérfanos en Binga y el hospital de Kariyangwe.
Las religiosas del Hospital de Kariyangwe atienden a muchos enfermos de Sida y después a sus huérfanos
También reformaron la casa de las enfermeras en la misión del Sagrado Corazón en Wanganui. Construyeron un pequeño puente para facilitar el acceso a la misión y la construcción de aulas en Victoria Falls. «La situación del mi país es caótica. Al gobierno solo le interesan los ricos, por eso la Iglesia siempre está con los pobres. Gracias a Manos unidas podemos ayudar a las personas a darles vida y esperanza, es un logro muy importante», concluye Justina.
Desde hace dos años, Justina vive en Madrid acompañando a ocho religiosas que residen en la Casa de las Hijas del Calvario. Algunas fueron las primeras misioneras en evangelizar en África o Brasil. Esta semana pasada estuvo con motivo del 60 aniversario de Manos Unidas en Málaga para dar testimonio sobre la labor que realiza la institución en su país.
Se puede apoyar a los proyectos de Manos Unidas aquí