El Tour de Francia es la prueba ciclista más emblemática del mundo. Cada verano millones de personas se sientan frente al televisor y los más afortunados animan desde las cunetas por donde discurre pasa la prueba. Y esta cultura está ampliamente encarnada en la sociedad francesa.
Paul Bénétiz es uno de estos franceses amantes del ciclismo. Pero con la salvedad de que es un sacerdote que también es ciclista. Este joven religioso de 37 años explica cómo la práctica del ciclismo alimenta su fe y le ayuda a transmitirla al mundo.
“El pasado mes de mayo, bajo el sol de Ardèche, después de un sprints, gané la carrera en ruta del campeonato francés de ciclismo religioso. Una novedad para mí en este concurso reservado a sacerdotes, religiosos y religiosas”, comenta en una entrevista con Famille Chretienne.
Así se define a sí mismo este religioso de Loiret: “Si bien es cierto que soy un cura que pedalea, me considero ante todo un ciclista que se ha hecho cura. Llevo en bicicleta desde niño, y en competición desde hace veinte años. Fui ordenado para la diócesis de Orleans hace casi siete años, mucho después de mis primeras carreras”.
El ciclismo es una forma de transmitir la fe y también importantes valores. Y el padre Bénétiz comenta un ejemplo reciente que ha vivido tras ganar el campeonato francés del clero. “Un padre de mi parroquia vino a buscarme. Después de felicitarme por mi victoria dijo: ‘Gracias padre Paul. Tu victoria ilustra lo que trato de transmitir a mis hijos todos los días, que tarde o temprano, los esfuerzos tienen su recompensa”, comenta el sacerdote.
El cura ciclista confirma este hecho. Según explica, “en bicicleta, quizás incluso más que en cualquier otro deporte, no hay -si se me permite decirlo- ningún milagro. Para progresar hay que andar. Son horas varias veces a la semana para esperar ser eficiente. Veo allí una metáfora de nuestra fe cristiana, porque supone también una acción diaria de nuestra parte, y también dejar actuar en nosotros la gracia de Dios”.
El padre Paul Bénétiz afirma que a menudo le preguntan en qué piensa cuando pasa tres, cuatro o hasta cinco horas montado encima de la bicicleta. “Como creyente, andar en bicicleta me da la oportunidad de maravillarme y dar gracias a Dios todos los días. Las oportunidades abundan”, agrega.
“Gracias Señor por el don de la vida. Gracias por haberme permitido nacer después de la invención de la bicicleta, por haberme dado un cuerpo sano para practicarla y por las capacidades insospechadas que has depositado en mí como en cada uno de nosotros. ¡Qué gran ambición buscar para descubrirlos!”, asegura que reflexiona en muchas ocasiones cuando pedalea.
En otras -afirma- también da gracias “por la belleza de los paisajes” que se le presentan. E igualmente agradece a Dios los “miles de kilómetros recorridos sin dañar jamás la Creación” ya sea en un entrenamiento o viaje para celebrar un sacramento.
“En la vida tengo dos tipos de amistades: amistades de oración y amistades ciclistas. Cuando era estudiante, comencé un grupo de oración semanal con amigos. Casi veinte años después, todavía mantengo magníficos vínculos con algunos de ellos. A veces no sabemos nada el uno del otro durante mucho tiempo, pero cuando nos volvemos a encontrar surgen discusiones como si nos hubiésemos separado el día anterior. La oración compartida selló algo sólido entre nosotros. La bicicleta actúa de la misma manera”, asegura.
Esa relación es parecida con sus compañeros de ruta con los que entrena o sale a disfrutar. Algunos se han convertido en auténticos amigos, como por ejemplo otro sacerdote ciclista, el padre Silouane Deletraz, de la diócesis de Chartres. Junto a él y otro amigo ascendieron el Mount Ventoux, cima mítica del ciclismo, pero por las tres vertientes posibles.
“Al apoyarnos, hemos logrado nuestro objetivo. Nuestra amistad pasó ese día por el fuego del esfuerzo y el sufrimiento compartido. Ella experimentó un punto de inflexión”, confiesa.
Pero también la carretera es una ocasión para mostrar a Dios, muchas veces con encuentros casuales. Uno de ellos se produjo en una carretera de la Provenza con un ciclista al que no conocía. “Cuando supo que yo era sacerdote, y aunque no era religioso, literalmente se confesó. Unos kilómetros más tarde, nuestros caminos se separaron y nunca nos volvimos a ver. Pero estoy seguro de que este compañero no ha olvidado esta salida… Finalmente, el ciclismo me ha permitido entender mejor la fe que me mueve”, señala el padre Bénétiz.
Durante años ya como sacerdote estudiaba y los fines de semana estaba adscrito a una parroquia. Para llegar no le quedaba más remedio que atravesar las montañas de Vaucluse: un recorrido de 60 kilómetros con 900 m de desnivel positivo. Pronto tomó la decisión de hacer todos estos trayectos en bicicleta y además de noche.
“En la oscuridad, la modesta iluminación alimentada por la dinamo de mi bicicleta ilumina solo el tramo de carretera necesario para poder circular con total seguridad. A mis ojos, esta es una imagen muy hermosa de la fe. ¿No es la fe, en efecto, una luz que nos ilumina para el paso que debemos dar hoy, y sólo hoy? Una luz que nos puede permitir cruzar muchos pasos y cruzar muchas extensiones incluso en la oscuridad más total”, concluye.