Hoy Alaska tiene casi setecientos mil habitantes, pero cuando en 1927 llegó por primera vez allí el jesuita Bernard R. Hubbard (18881962) apenas llegaban a cincuenta mil. Era una zona todavía muy inexplorada y con un número muy pequeño de católicos. En 1894 se había establecido una prefectura apostólica, pero la primera diócesis no se eregiría hasta 1951.

Para entonces el padre Hubbard era una leyenda. Había pisado por primera vez en 1927 el que ya era entonces territorio de Estados Unidos, comprado a Rusia en 1867 aunque no se incorporaría a la Unión como estado hasta 1959. Llegó a aquellas tierras con el sobrenombre de "el Cura Glaciar", que se había ganando recorriendo los Alpes austriacos durante sus años de estudiante en la Compañía de Jesús. Y el primer motivo de su presencia fue puramente ignaciano: predicar unos ejercicios a las Hermanas de Santa Ana, en la futura diócesis de Juneau.


Eso sí, no dejó pasar la oportunidad. Cumplida su misión espiritual, emprendió una arriesgada expedición de tres días que estuvo a punto de costarles la vida a él y a su guía, pero lograron el objetivo: se convirtieron en las primeras personas que cruzaron el glaciar Taku. The San Francisco Examiner llevó a portada la hazaña y comenzó así el idilio de Hubbard con California, donde acabaría enseñando: llegó a ser decano de la Facultad de Geología en la Santa Clara University.

Realizó nada menos que 31 expediciones científicas por Alaska y el Ártico, logrando celebridad no sólo allí, donde era muy popular, sino en el ámbito científico. Sus fotografías y documentales hicieron famoso su rostro y abrieron para el mundo unos paisajes impresionantes de hielos y volcanes que cautivaban a su audiencia. Porque, como conferenciante, fue una estrella, con un caché que en alguna ocasión llegó a dos mil dólares.


En cierta ocasión, la sociedad National Geographic quiso vetar una de las imágenes con que ilustraba sus palabras, porque en ella aparecía diciendo misa en el cráter Aniakchak, con el piolet al lado y tres montañeros devotamente arrodillados durante la celebración. "Me negué a subir al estrado hasta que la repusieron", explicó el día en que contó la anécdota.

Sabía que hablar en público era su especialidad, y la explotaba para dar a conocer Alaska y al mismo tiempo para transmitir, con su propia trayectoria, el amor de un religioso por la ciencia: "Soy un buen showman. Dios me ha dado esa habilidad... y la utilizo en mi trabajo". Cuando las salas de cine empezaron a proyectar sus filmaciones en el informativo previo a la película, el padre Hubbard se transformó en uno de los voces y rostros más populares de los Estados Unidos, contribuyendo al extraordinario prestigio que adquirió la Iglesia católica en aquel país en los años cuarenta y cincuenta.


Hizo importantes contribuciones a la vulcanología, la ictiología (rama de la zoología que estudia los peces), la oceanografía y la paleontología. Puede decirse que murió con las botas puestas, pues hasta 1962 se registran trabajos de campo suyos. Y, como buen hijo de San Ignacio de Loyola, nunca dejó de lado la labor apostólica por atender sus tareas científicas, aprovechando sus expediciones para atender las misiones jesuíticas en aquellas gélidas zonas.

Dejó filmados cincuenta cortos que guarda como un tesoro el museo Smithsonian de Washington y once mil negativos fotográficos que se guardan en la Santa Clara University. Incluso en los inicios de su fama, en 1931, el Literary Digest describía así su vida: "La mitad del año es el conferenciante mejor pagado del mundo; la otra mitad, un trotamundos perdido entre los más peligrosos cráteres y glaciares".

Un Indiana Jones con sotana... ad maiorem Dei gloriam, claro.