El padre Ruiz, que dejó España cuando tenía tan solo 18 años de edad, no ha parado desde entonces de trabajar en numerosos países por los más necesitados, y se ha convertido en un verdadero símbolo en Macao y Guandong, donde comenzó su andadura con los leprosos. «Es que estos últimos 74 años he estado por ahí, por estos mundos de Dios, ¿sabe usted?», argumenta «Cuando ves la pobreza no puedes cruzarte de brazos», asegura el P. Ruiz.
Hasta hace cuatro años recorría las calles de Macao en moto. «Ya no, es que ya estoy un poco mayor», alegaba. Ahora le llevan en coche a sus 145 leproserías, diseminadas por toda China, en las que atienden a 10.000 enfermos.
«Allí mismo educamos a los hijos de los leprosos, y tenemos 2.000 alumnos entre primaria y la universidad. En Macao, por ejemplo, tenemos una escuela que ya es muy famosa. Hace poco, un ex alumno, que ahora es un empresario de éxito en Hong Kong me mandó 20.000 dólares de donativo. Y los alumnos que tuve en Cuba en los años 40, que ahora viven en EE UU, aún me mandan dinero», explica.
-Yo descanso trabajando. A mis 90 años, llevo un régimen de vida similar al de un hombre de 60. Me levanto a las 6:30 de la mañana. Me encanta el fútbol; a través de la televisión china veo los partidos de equipos españoles. Pero quiero seguir trabajando: tenemos 15 proyectos en espera.
-Sí, y allí comencé a estudiar el chino mandarín, que es una lengua endiabladamente difícil. En 1942 tuve que huir de Pekín por la II Guerra Mundial entre EE UU y Japón. En 1945 fui ordenado sacerdote, y estuve destinado a la misión de Anking, donde daba clase de inglés. En 1951 los comunistas ocuparon nuestra misión, y estuve prisionero en casa, donde enfermé de tifoidea, y me expulsaron de China. 30.000 refugiados
-Mis superiores me mandaron a Macao, que era colonia portuguesa. Llegué a una ciudad llena de refugiados que huían del régimen comunista chino. Venían muertos de hambre, sin dinero y sin trabajo. Olvidé mi enfermedad, porque tenía que dar salida a todas esas pobres familias. Les repartía arroz, fideos y queso. Había algunos refugiados que incluso llegaban a nado, y no tenían absolutamente nada. Cada día venían 20, 40, 80. Hasta 30.000 refugiados chinos llegaron a pasar por nuestra misión. Después, cuando he vuelto algunas temporadas a España, me he encontrado con chinitos que estuvieron en mi casa.
-En 1986 (con 73 años) comencé a trabajar en la provincia de Guangdong. Allí, en una isla, tenían tirados a todos los leprosos. Una noche fuimos en una lancha de pesca hacia la isla. Debería habernos visto; parecíamos contrabandistas. Yo llevaba cigarrillos para repartirlos entre los leprosos. Cuando llegamos a la isla, vimos algo que no se me olvidará jamás. Aquella gente vivía en un lugar sucio y asqueroso. Se me acercó un leproso y le extendí mi mano. Cuando él acercó la suya, me di cuenta de que no tenía más que un muñón. Y así todos los habitantes de la isla que se iban acercando. ¿Y qué podía hacer yo con los cigarrillos que había traído? Pues los iba encendiendo yo, y se los ponía a ellos entre los muñones.
-Cuando ves la pobreza, no puedes cruzarte de brazos. Cuando llegamos, no había agua ni electricidad; las casas estaban destrozadas, y todos pasaban hambre. Empezamos a hacer pozos, y conseguimos unas placas solares para calentar agua. Había muchos leprosos que me decían: «Padre, es la primera vez que nos duchamos con agua caliente».
--Yo no consigo el dinero; el dinero me llega. Nunca pido; el Señor me lo envía. El Señor a veces envía unas gotitas de dinero, y a veces es una lluvia torrencial de dólares. Y tenemos más de 100.000 euros al mes en donativos. Yo no me comprendo ni a mí mismo: físicamente tengo 90 años, y aún aguanto. El dinero, sencillamente, llega.
-No me preocupa eso; no hago propaganda de lo que hacemos. Nosotros hacemos la labor de Dios: Él es nuestro Padre, y también el Padre de los leprosos. La labor cristiana es la de la caridad, no la de hacer ruido. Recuerdo que, cuando iba a entrar en China, las autoridades comunistas me dijeron que me daban el visado si no predicábamos a Cristo. Pero el mismo Jesús dijo que «si no creéis en mis palabras, creed al menos en mis obras». Hace unos años, un señor chino que se vino una semana conmigo a visitar las leproserías, me dijo: «Yo no creo en Dios, pero creo en el trabajo que hace el padre Ruiz». Y yo le respondí: «Pues si cree en mí, crea también en Dios».
-Sí, nos desterraron a todos los jesuitas del país. La Compañía me mandó entonces a Bélgica, y en 1937 marché a Cuba, a estudiar Magisterio. Yo era profesor en el colegio al que asistía Fidel Castro, que estaba haciendo el bachillerato en aquella época.
-¿Ufff! No hay nada mejor que tratar de hacer felices a los demás. No sólo es que valga la pena ser misionero; es que es necesario. Siento que he tenido una vida privilegiada.