ReL se ha echo eco de este tremendo testimonio de Henry, un joven que bajó a los infiernos por la adicción a las drogas, y de cómo gracias a la ayuda de todos los que le rodearon y de Dios, pudo salir adelante.
»Soy Henry, tengo treinta años y soy de Bélgica. Agradezco poder compartir lo más bello de mi vida. Desde que era niño Dios estuvo presente en mi historia. Es verdad que en mi familia sucedieron cosas un poco desagradables, pero Dios también estaba presente en esos momentos, Él no nos abandonaba.
»Me acuerdo que cuando mis padres discutían y sucedían cosas feas, yo me iba a la parte trasera de la casa donde había un sendero que llevaba directamente a la iglesia, entraba, me iba delante del Santísimo y le pedía a Jesús que mis padres dejaran de pelear. Si me preguntan cómo podía hacer esto, quién me lo había enseñado, por qué…¡no sabría qué responder!. Era algo presente en mi corazón, independiente de todo lo demás.
»Como muchos de los jóvenes de la Comunidad, también yo me drogué, consumía heroína y cocaína. Llegué al Cenaculo muy joven, era un adolescente muerto, desesperado. Conocí la Comunidad por una amiga de una tía que presenció un testimonio en Medjugorje. Pronto me encontré en medio de esos jóvenes, ésta también es una historia que todavía hoy no la comprendo bien. Cuando entré sentí una sensación de estar “en casa”, de familia, viendo a los jóvenes sentí que era mi lugar. Claro que dentro de mí lo negaba; todos los días me quería ir porque había que vivir muchas dificultades, pero después decidí aceptar lo que se me proponía y conocí la amistad verdadera, el trabajo, la disciplina, cosas que me faltaban…
»Cuando reconstruí mi libertad, tuve la oportunidad de viajar, estuve dos años en Estados Unidos ayudando a otros chicos. Estas experiencias de vida bellas me hicieron encontrar a Dios, lo sentí presente en mi camino. Pero después tuve que darme cuenta que no basta el descubrimiento de una vez para solucionar los problemas de una vida: estaba en Florida pasando por un momento difícil, me di cuenta de que tenía muchas dificultades para superar, quería dejar de luchar, caminar y sufrir, y entonces me convencí de que estaba listo. Le di la espalda a Dios, no confié más en nadie.
»Retorné a Bélgica, encontré trabajo, una chica…pero al poco tiempo recaí en la droga, peor que antes, porque necesitaba mucho mal para sofocar la verdad que estaba dentro mío. Yo sabía muy bien que Dios existía, la conciencia lo gritaba dentro mío, pero no quería escucharlo. Terminé en la calle, era un vagabundo, me inyectaba la droga cada dos o tres horas, pedía limosna, robaba, hedía, había perdido la dignidad de hombre.
»Así estuve dos años y si no terminé muerto es porque muchas personas rezaban por mí, hasta que un día, en un estacionamiento subterráneo, drogado, una chica que conocía, me toca en la espalda y me dice: “Henri, tengo una carta de Madre Elvira para ti.” Me pregunté cómo podía ser si ella estaba en Italia. El asombro me hizo pasar el efecto de la droga, abrí y leí la carta: me decía que vuelva a la Comunidad, me hablaba de Medjugorje, sabía que estaba en un estado lamentable. Me conmocionó, me cuestionó pero no sabía cómo regresar a la Comunidad, tenía miedo de la abstinencia, no sabía cómo contactarme…pero Dios puso una señora a mi lado, como un “ángel custodio”, y con ella di los primeros pasos para dejar de drogarme, para superar la abstinencia, para arrodillarme, llorar y arrepentirme de mis errores.
»Luego entré, pero esta vez con la idea de cambiar en serio. Sabía que no me quedaría poco tiempo porque estaba regresando a casa. Cuando me encontré con Madre Elvira, me dijo: “Te esperaba.” ¡Y me abrazó! Merecía una bofetada y en cambio me dijo: “Sabía que finalmente habías regresado.” Esto me “sacó”: yo no me perdonaba, no podía aceptarme, había escupido el plato con comida. Esta era mi herida más grande, una herida que me la había procurado yo mismo: haber recibido tanto bien y haber devuelto tanto mal. ¡Pero todo fue transformado en paz, gracias a la Misericordia de Dios y de los hermanos!
»Han pasado muchos años y cada vez me doy más cuenta de que mi vida no me pertenece. Aún en Comunidad, si dejo de rezar, dejo de sonreír, no me quiero más, no logro quererme ni querer a los demás. Cuando rezo, en cambio, no sé por qué, amo y logro hacer cosas inimaginables, descubro dones que no sabía que tenía, soy feliz.
»Hoy le agradezco a Dios estar todavía vivo, y le agradezco a todos los que rezaron por mí. Lamento haberles hecho tanto daño a mis padres y sufrí mucho tiempo porque sentía mucha distancia con ellos. Pero este año sucedió un milagro: comenzaron a ir al grupo de padres y viví una gran alegría por eso.
»Hoy amo a mis padres, no siento más odio ni rencor, algo cambió como si dentro de mí se hubiera abierto un horizonte y un espacio de libertad y de paz que nunca conocí. ¡Los quiero, papá y mamá, gracias a Dios y a ustedes por el don de la vida!».