Hasta 11.000 personas de más de 60 países han abarrotado en la mañana de este sábado 18 de mayo la Plaza de Toros de Vistalegre, en Madrid, en la que ha sido una de las fiestas más grandes en la historia del Opus Dei: la beatificación de su primera laica, la química madrileña Guadalupe Ortiz de Landázuri (1916-1975), según informa la web de la revista Vida Nueva.
La ceremonia ha sido presidida por el cardenal Angelo Becciu, prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, acompañado, entre otros, por el cardenal de Madrid, Carlos Osoro, y por el prelado de la Obra, Fernando Ocáriz, que han concelebrado con él.
Poliédrica y perspicaz
En su homilía, Becciu ha resaltado que la ya beata es “un modelo de cómo mostrar esta luz que es Cristo y cómo transmitirla a los hermanos. Nos encontramos, en efecto, ante una mujer cuya vida ha sido iluminada solo por la fidelidad al Evangelio. Poliédrica y perspicaz, ha sido luz para aquellos que ha encontrado a lo largo de su existencia, mostrando un coraje y una alegría de vivir que procedían de su abandono en Dios, a cuya voluntad se conformaba día tras día, y cuyo descubrimiento la hizo testigo valiente y anunciadora de la Palabra de Dios”.
“La fuente de su fecunda vida cristiana –ha indicado– fue su íntima y constante unión con Cristo. Su diálogo con Dios, ya desde jovencita, era continuo y se realizaba singularmente mediante una intensa vida sacramental y prolongados tiempos de recogimiento: la Santa Misa y la confesión eran los pilares de su vida espiritual. El rezo del rosario, recitado con gran devoción, era el signo evidente de su profundo vínculo con la Madre de Dios, a cuya intercesión solía confiarse”.
Por todo ello, entiende Becciu, Guadalupe Ortiz de Landázuri recorrió “un camino de oración completo y maduro, que la llevó a experimentar en modo profundo y místico la presencia del Señor y su amor misericordioso”.
Panorámica de la beatificación, esta mañana, en la plaza de toros de Vistalegre
Tiempo de cruz
Eso sí, “la cruz no tardó en aparecer en su vida. En el terrible período de la Guerra Civil, aceptó con heroica fortaleza, fruto de una fe, esperanza y caridad también heroicas, el trágico fusilamiento de su padre, los peligros del conflicto armado, el alejamiento de Madrid, la pobreza y la interrupción de los estudios”.
Fue así como, “en medio de tanto desierto espiritual y material, tuvo lugar el encuentro que daría un giro total a su existencia. Tocada por la ‘gracia’, que experimentó durante una misa dominical, sintió el deseo de encontrar a alguien que le ayudase a hallar respuestas más profundas a sus exigencias espirituales y así, mediante un amigo, entró en contacto con el fundador del Opus Dei”.
El encuentro que lo cambió todo
El encuentro con Josemaría Escrivá de Balaguer “supuso un paso decisivo hacia una vida de total entrega a Dios. Incorporada a la Obra, se mostró disponible, con ánimo entusiasta y generoso, a comunicar a todos y en todas partes la alegría del descubrimiento de la ‘perla preciosa’, la del Evangelio, y comenzó a desarrollar un intenso apostolado en distintos lugares, estrechando con facilidad y por todas partes lazos de amistad con jóvenes, que eran edificadas con su fe, su piedad, su caridad y su alegría sana y contagiosa”.
Para Becciu, la ya beata “había ya comprendido que la unión con Dios no podía limitarse al momento de la oración en una capilla, sino que toda la jornada se presentaba como una ocasión para intensificar su trato con el Señor. Una característica espiritual suya era, de hecho, la de transformar en oración todo lo que hacía. Al respecto, le gustaba repetir que era necesario caminar con ‘los pies en la tierra, pero mirando siempre al cielo, para ver luego más claro lo que pasa junto a nosotros’”.
México y Roma
Siguiendo la invitación de Escrivá de Balaguer, que le pidió ir a México para implantar la Obra, “aceptó enseguida y con alegría”, pues “ya no tenía ningún otro interés que el de ser un instrumento dócil en las manos de Dios”. En México, “su trabajo apostólico se basaba en el amor de Dios, que se traducía en una vida de piedad y de abandono en su mano y en el celo misionero; se preocupaba antes que nada de formar bien a las recién llegadas; insistía en la necesidad de la perseverancia; edificaba con su espíritu de oración, de sobriedad y de penitencia; era evidente que trabajaba solo para la gloria de Dios y para la extensión de su Reino”.
Su siguiente destino, mermada su salud, fue Roma, donde asumió “responsabilidades de gobierno” en el seno de la Obra, aunando el trabajo de oficina y la oración con su espíritu “obediente, humilde y alegre”. Tras regresar a España, “retomó las tareas de enseñanza y de formación de las jóvenes de la Obra: fue el tiempo de un compromiso decidido, constante, generoso y gozoso por vivir siempre con más radicalidad el Evangelio; fue una respuesta consciente al amor de Dios, del cual ella se sentía revestida, sobre todo en los momentos más trágicos de su existencia, con el propósito de ser santa y, siguiendo la espiritualidad del Opus Dei, animada por un fuerte deseo de implicar al mayor número posible de hermanos y hermanas en la misma aventura”.
El Cardenal Angelo Becciu, al inicio de la ceremonia
Un don para los demás
Como ha destacado el purpurado italiano, Guadalupe Ortiz de Landázuri supo ser, “en cada circunstancia, un don para los demás, cuidando especialmente la formación de las estudiantes y dedicándose a la investigación científica para promover el progreso de la humanidad. Además, su corazón estuvo siempre abierto a las necesidades del prójimo, traduciéndose esto en una actitud de acogida y comprensión”.
“En toda circunstancia –ha reclamado– demostró ser una mujer fuerte. Su fortaleza era particularmente evidente en las dificultades, en la realización de nuevas obras apostólicas, en la evangelización de frontera y, sobre todo, en saber aceptar pacientemente los sufrimientos físicos, que le condicionaban seriamente la vida diaria. Todo lo supo aceptar sin reservas y sin lamentarse, transformando la enfermedad en preciosa ofrenda al Altísimo y en una ocasión de profunda unión con el Crucificado”.
Oración y acción
A modo de eco para nuestro presente, “la nueva beata nos comunica a nosotros, los cristianos de hoy, que es posible armonizar la oración y la acción, la contemplación y el trabajo, según un estilo de vida que nos lleva a fiarnos de Dios y a sentirnos expresión de su voluntad, la cual hay que vivir en todo momento. Además, nos enseña qué bello y atrayente es el poseer la capacidad de escuchar y una actitud siempre alegre, incluso en las situaciones más dolorosas”. Así, se presenta “ante nuestros ojos como un modelo de mujer cristiana siempre comprometida allí donde el designio de Dios ha querido que esté, especialmente en lo social y en la investigación científica”.
Como el “don para toda la Iglesia” que fue y es, “su riqueza de fe, esperanza y caridad es una admirable demostración de cuanto el Concilio Vaticano II ha afirmado sobre la llamada de todos los fieles a la santidad, especificando que cada uno persigue este objetivo ‘siguiendo su propio camino’ (Lumen gentium, 41)”.
“Esta indicación del Concilio –ha concluido Becciu– encuentra hoy una realización cumplida con la beatificación de esta mujer, a cuya oración e intercesión recurrimos para que seamos siempre mejores testigos de la luz de Cristo y lámparas que iluminen las tinieblas de nuestro tiempo”.