Thomas tiene 40 años y es ingeniero. Nada más concluir sus estudios empezó a trabajar en lo que siempre deseó en el ámbito comercial financiero, como trader: “Un trabajo bastante complicado, con muchas tensiones, rodeado de personas con estrés y numerosos picos de ansiedad a lo largo del día”. Su jornada de trabajo empezaba a las siete de la mañana y concluía a las once o doce de la noche. “Y no me iba del todo mal”, reconoce en el testimonio recogido por Découvrir Dieu.
El triunfo y la miseria
Y así llegó el día en el que cerró un negocio verdaderamente sustancioso. “El mejor acuerdo de mi carrera”, recuerda: “Eso atrajo sobre mí los ojos de la dirección, mirándome incluso con sospecha. Me vi aislado durante media jornada, con una presión muy fuerte porque no se sabía si había dado un gran pelotazo o había cometido una estafa”.
Al cabo de unas horas su jefe entró a verle, tras comprobar todo el asunto: “¡Lo has hecho realmente bien! ¿Puedes repetirlo?”
Era su día de gloria. Thomas volvió esa noche a casa sobreexcitado. Vivía en un buen barrio, pero por el camino vio dos autos llenos de niños: “Me di cuenta de que había dos familias que dormían en ellos, debajo de mi casa. Y me planteé una primera cuestión: ‘Thomas, ¿hasta dónde estás dispuesto a llegar para triunfar en la vida? ¿Realmente puedes aceptar ver esto a las puertas de tu casa, y salir por la mañana al trabajo, exultante?’ Empecé a hacerme muchas preguntas”.
El consejo de un amigo
Aquello no hizo más que disparar su ansiedad. Seguía trabajando catorce o quince horas diarias, dormía solo tres horas… Padecía insomnio y se volvió hipocondriaco, hasta acabar llamando la atención de un buen amigo coach, quien le dio un toque de atención: “Thomas, le das demasiadas vueltas a las cosas, hay algo que no está bien en tu vida. No puedes seguir así. Si te parece, te voy a buscar algo que hacer durante una semana, una especie de retiro”.
La propuesta consistió en irse a Canadá a hacer un retiro con unas religiosas. “¿Unas religiosas?”, dudó. Pero decidió “apostar por ellas”, confiando en encontrar “algo más profundo… ¡y, además, Canadá estaba lo bastante lejos como para no poder dar media vuelta!”
Un argumento que tuvo que emplear para sí mismo en los primeros minutos cuando, meses después, llegó a Québec y los ejercitantes fueron recibidos por la comunidad con una guardia de honor, aplausos y canciones. “¡Están locas!, pensé, ¿qué hago yo aquí?” Entonces recordó que había elegido ese lugar precisamente porque no había marcha atrás y decidió “jugar a fondo la partida”.
Yvette y Jesús
En sus primeras jornadas de reflexión sobre sí mismo pudo centrarse en algo en su vida “realmente difícil”: “Una herida por la cual sentía realmente que debía perdonar, pero era incapaz, no lo conseguía”.
Durante el encuentro, conoció una religiosa, Yvette, y decidió contárselo. La monja fue sincera: “Sí, Thomas, en verdad deberías perdonar… ¿Por qué no le rezas a Jesús para que Él te sane?”.
“Yvette”, contestó, “tu idea es hipergenial, es superbuena, pero ¿sabes lo que pasa? Que yo no creo mucho en Jesús. Sí, creo que era un buen tipo, pero… no tengo fe”.
Ella le dijo: “Escucha, Thomas, si quieres, yo puedo rezar por ti. Yo sí creo en Jesús”.
Y empezó a hacerlo.
“Sería incapaz de decir si aquello duró treinta segundos o diez minutos”, evoca Thomas, “pero lo que sí recuerdo es que viví algo completamente sobrenatural. Me sentí de golpe visitado por una especie de fuerza bondadosa, como un fuego que encendía todos los miembros de mi cuerpo. Una gran paz, una alegría enorme aparecieron súbitamente en mí. Yo, que estaba completamente ansioso y angustiado, de buenas a primeras me sentía reconciliado con una sensación de paz”.
Al cabo de un rato le dijo a la religiosa: “¡Yvette, ha sido una locura! ¡No lo comprendo! ¡Tal vez tu Dios existe!”
“¡Ah!, eso seguro, Thomas”, replicó la monja.
En la calle
“Dios me había hecho ir allí”, continúa el relato del exitoso trader: “Se me había manifestado. Acababa de decirme: ‘¡Thomas, te amo! Y no solamente te amo ahora, sino que te amo desde el principio’ Era algo extraordinario”.
En cualquier caso, aquel encuentro (aquella “conversión fulminante”) no acabó con todas las dudas de Thomas: “Me encontré diciendo: ‘Fantástico, Dios existe y ha venido a buscarme. Gracias, Señor, porque me amas. Pero ahora ¿qué hago?”
No mucho después, también ese extremo quedó resuelto. Conoció a un sacerdote que, durante un año, todos los domingos, se quedaba con él después de misa y le iba enseñando la fe.
Hasta que un día, aquel primer encuentro con dos familias sin hogar adquirió todo su sentido. Él había quedado muy impactado ante la realidad de las personas que viven en la calle. Le propusieron compartir piso con ellos. Y así vivió los siguientes tres años, en una experiencia que Thomas no identifica, pero que por sus características muy probablemente se trata de los Hogares Lázaro.
“Tuve así la ocasión de vivir verdaderamente el evangelio en el día a día. Un pequeño milagro cotidiano”, concluye.