Cuando San Pío de Pietrelcina (1887-1968) era un joven capuchino recién ordenado, pasó largas temporadas en su Pietrelcina natal recuperándose de sus graves problemas de salud. Durante una de esas estancias, paseaba un día con el párroco, Don Alfredo, por un campo cuando le olió a incienso. Comentó con su acompañante que Dios debía tener algún designio concreto para ese lugar.
Los estigmas duelen...
Años después, una generosa conversa estadounidense, Mary Pyle, compró ese campo para construir un seminario menor para los capuchinos. Y en él entró como novicio, a los 14 años, el padre Giovanni Aurilia, quien con el tiempo sería secretario personal del Padre Pío en San Giovanni Rotondo y hoy ejerce como párroco en la iglesia de la Inmaculada Concepción en el barrio neoyorquino del Bronx. El padre Aurilia, rebautizado ahora como John, lleva desde 1973 en Estados Unidos, adonde llegó para atender a la población inmigrante italiana en distintas zonas del país.
El padre Seán Connelly ha charlado con él largamente sobre el Padre Pío, conversación que resume en Catholic World Report.
Él le conoció porque en los años 50 el convento del Padre Pío ya era un lugar de peregrinación y los seminaristas acudían anualmente. Allí se congregaban miles de personas que esperaban hasta dos semanas pada confesarse con él, labor a la que dedicaba 16 horas diarias.
El padre Aurilia le saludó por primera vez cuando tenía 15 años y, llevado de un impulso juvenil, retuvo su mano intentando ver los estigmas con sus propios ojos. El ya anciano religioso la retiró con energía: “¡Duele! ¿Te enteras?”
Cientos de cartas
Le vio más veces otros años y las cosas fueron mucho mejor. De hecho, tras su ordenación y mientras se encontraba en su destino como profesor en otro seminario capuchino, en 1967 le propusieron incorporarse durante las vacaciones de verano al equipo de secretarios del Padre Pío, que traducían y respondían los cientos de cartas que recibía desde todo el mundo.
Es sabido que el santo tuvo el don de leer las conciencias, con el que sorprendió a muchos penitentes a quienes recordaba pecados que no habían confesado. También le sirvió para adivinar cosas imposibles, como una de la que fue testigo el padre Aurilia.
Una vez él mismo le llevó una carta escrita por una madre de Milán que se preguntaba si su hijo sería médico o sacerdote. Al acercarse a él, antes de abrir la boca para explicarle nada, el Padre Pío le dijo de golpe: “Dile que su hijo será un buen médico”.
Claridad y paz
Aquel verano rezó el Oficio Divino junto a él en el coro tres veces al día. Y, a pesar de su estricta agenda de confesiones, siempre encontraba un hueco para sus hermanos de orden. El padre Aurilia se confesó con él varias veces, y sus consejos le aportaron “claridad y paz”.
El Padre Pío bendice durante la misa. Unos mitones protegían siempre sus llagas de las manos para absorber el sangrado.
Lo que más le impresionaba de él era su capacidad de resistencia, que considera sin explicación natural. Él ya le conoció anciano y con mala salud, tras cincuenta años llevando los estigmas, y fue testigo de cómo había que cambiar las vendas hasta tres veces al día empapadas de sangre. Pero se levantaba a las tres de la madrugada y se acostaba a las once de la noche todos los días, siempre con el rosario en la mano. Una vez le preguntaron cuántos rezaba al día y respondía que no podía contarlos.
Pero el padre Aurilia cree que el Padre Pío no debe ser recordado solo por sus dones sobrenaturales: “Su grandeza se basaba en su fidelidad al sencillo deseo de ser ‘un pobre fraile que reza’”. Es sabido que no tenía grandes dotes naturales: el padre Aurilia no le recuerda como un predicador particularmente bueno y no cantaba bien la misa.
Tres grandes amores
Pero en esa misa se hacían visibles los tres grandes amores de su vida: Jesús Crucificado, la Virgen María y la Eucaristía.
El primero, por el mayor sangrado que registraban sus mitones, signo de su unión con Cristo Crucificado en la renovación del sacrificio expiatorio del Calvario.
El segundo, porque, concentrado en la oración, se unía a la Madre de Dios aguantando fielmente a los pies de la Cruz.
El tercero, porque había dos momentos de la misa en los que entraba en éxtasis, hasta el punto de que necesitaba un pequeño codazo para continuar la celebración: la Consagración y la Comunión: “Nunca perdió la alegría de cuando hizo siendo niño la Primera Comunión”, recuerda hoy su antiguo secretario.
Un año después, el 23 de septiembre de 1968, el padre Aurilia volvería de nuevo a San Giovanni Rotondo, pero esta vez para asistir al multitudinario funeral por el santo de quien hoy se proclama orgullosamente "embajador".