Dos sacerdotes y una religiosa: tres amigos desde niños, amigos en la juventud y amigos cuando siguieron el camino de la consagración a Dios. Una bella y edificante historia que ha contado Carlos González García en Alfa y Omega:
Santa Eufemia es un municipio español de la provincia de Córdoba, Andalucía. Situado en la comarca de Los Pedroches, tiene 822 habitantes y una historia de fe que le hace sonreír a Dios de una manera especial. «Desde pequeños, jugábamos juntos por las calles del pueblo. Más tarde, comenzamos a ser monaguillos en la parroquia. Después, ingresamos juntos al Seminario Menor. Desde el primer día que nos conocimos, no hemos vuelto a separarnos jamás».
Patricio Ruiz y Jesús Linares se criaron juntos. Crecieron en la misma calle, separados por siete pasos, y con Dios en el centro de sus vidas. Sus ventanas, que todavía hoy siguen mirándose de reojo, vigilaban que sus hijos preferidos siempre caminasen de la mano. «Ahí, en la calle Muralla, es donde hemos echado los dientes, hemos jugado y hemos pasado toda nuestra niñez», descubre Linares, a medida que se emociona mientras habla de de esta «inseparable y verdadera amistad».
Santa Eufemia, el lugar donde nació esta hermosa historia de amistad y entrega a Dios.
«Tras pasarnos la niñez haciendo cabañas, jugando a las canicas o echando partidos de fútbol, entramos al Seminario Menor, él con 14 y yo con 12 años», revela el sacerdote y delegado de Juventud de la diócesis de Córdoba. «Y, en la adolescencia, cuando tenía 15, entró en el grupo de amigos la tercera de esta maravillosa amistad».
Así, poco a poco, empezó a nacer una relación donde el Señor estaba muy presente: «Frecuentábamos la parroquia, íbamos a catequesis y, entre los tres, surgió una amistad bastante grande, bendecida por el Señor». Tanto es así que, «durante esas noches de verano largas, nos daban las tantas hablando de qué sería de nuestras vidas, de lo que haría el Señor de nosotros… Y, al final, a ella la llamó para que fuera hermana de la Cruz y a nosotros para sacerdotes», cuenta el presbítero cordobés.
El padre Jesús hizo una interrupción en su proceso vocacional, se diplomó en Magisterio e impartió clases durante un tiempo. Por aquel entonces, «nuestra amiga comenzó enfermería, mientras que Patricio ya estaba en el Seminario Mayor». Al final, reconoce que «el Señor se salió con la suya y me llamó a ser sacerdote, y a ella a religiosa». La Providencia, que nunca los había separado del todo, volvió a unirlos.
«Hemos crecido juntos y el Señor ha ido escribiendo en nuestras vidas. A mí, personalmente, su amistad me ha ayudado para ir creciendo y para ser mejor. Porque, como amigos, nos ayudábamos a ser mejores personas». Momento que el sacerdote aprovecha para dejar constancia de que la amistad, como decía el filósofo y escritor inglés Francis Bacon, duplica las alegrías y divide las angustias por la mitad: «Además de frecuentar la parroquia en todo lo que había para participar, también estábamos juntos cuando había que salir de marcha. Cerrábamos la parroquia, ¡y también la discoteca!», descubre, sonriente y agradecido.
La amistad, como la fe, no tiene límites. Por eso se entregaron hasta el extremo; y, a veces, incluso, hasta las lágrimas. Pero siempre por amor. «Recuerdo cuando nuestra amiga entró al convento con 23 años. Éramos –y somos– tres amigos inseparables y el arraigo era muy fuerte. Imagínate cuando la dejamos allí, lo que supuso para mí el despegarme de alguien a quien quería tanto», cuenta Linares. «Yo lloré muchísimo, pero es verdad que el Señor tiene sus caminos, y había que fiarse y dejarla en sus manos. Hoy en día es inmensamente feliz. Y es la más santa de los tres, y cuando vamos a verla no veas cómo nos pone las pilas».
«Llegamos a ser un solo alma que habitaba en tres cuerpos»
El padre Patricio, quien ejercía de hermano mayor de los dos, señala que «la consecuencia» de toda su niñez compartida es «una amistad que no sabemos dónde empezó y una cantidad de puntos, escayolas y aventuras que cualquier niño de hoy envidiaría tener». Así, poco a poco, «llegamos a ser los tres una sola alma que habitaba en tres cuerpos, destinados a la consagración total para ese corazón bueno, que empezamos a conocer desde muy pequeños en nuestra parroquia, junto a nuestro gran grupo de amigos, la mayoría de los cuales aún siguen a nuestro lado».
Patricio Ruiz (izquierda de la foto) y Jesús Linares. Foto: Alfa y Omega.
El sacerdote de 38 años, adscrito a las parroquias de San Miguel Arcángel y Nuestra Señora de la Merced, comprendió «toda la fuerza y presencia de la Eucaristía» un día del Corpus, en el rostro de su abuela Genara. Tras aquel momento, supo que todos sus pasos tendrían el sello de Dios: «Mientras ayudaba a mi cura colocando el corporal en los distintos altares de mi pueblo, mis ojos se clavaron en una figura anciana, esquelética y enferma, que con mil fatigas y dolores, se había puesto de rodillas en el suelo de su puerta para adorar al que paseaba en la Custodia».
Mientras, «los tres amigos quedábamos para ir a Misa, o al sagrario a echar un rato o algo más que un rato (un día de invierno hacía tanto frío en la parroquia, que tuvimos que echarnos la manta que las señoras tenían para la tabla de planchar, porque no queríamos irnos de allí). Para montar un tablao éramos únicos. Éramos muy chicos, pero no nos faltaban las ganas», recuerda satisfecho. Y, entonces, vuelve la vista hacia un momento que tiene grabado en sus pupilas… «Recuerdo una noche, bolsa grande llena de paquetes de pipas en mano, los tres mirando el increíble firmamento que desde Santa Eufemia se disfruta, que nos preguntamos: “¿Que será de los tres el día de mañana?”. Y así fue. Hoy, lo podemos responder: ¡dos sacerdotes diocesanos y una hermana de la Cruz!».
Un amor habitado a la medida de Jesús de Nazaret
«Que de nuestro grupo de amigos, tres seamos consagrados, tendría que responder el Altísimo (porque esto no se contagia como la gripe), sino que, cuando nuestros padres nos volcaron sobre la pila granítica para ser bautizados, Él sembró las tres vocaciones», descubre el sacerdote, que también es archivero sacramental del obispado. Un consagrado a Dios y a la palabra amistad, que guarda en su corazón como el tesoro más preciado. «Dios sabe, nosotros solo dijimos que sí y nos apoyamos en cada momento, sin forzarnos a nada, cuando sentíamos dudas de tirar la toalla, o cuando decidíamos cada uno el día de nuestro paso adelante».
Por eso, el rostro del padre Patricio cambia por completo cuando son sus amigos quienes toman la palabra, cuando su corazón pronuncia con ternura cuánto los necesita. «¡Para mí la palabra amistad es todo! Mis amigos son mis valiosos tesoros, que el Señor me ha regalado para mi bien y el suyo. Con lo despistado que soy, aún tengo amigos, porque ellos son así de buenazos». De entre todos ellos, «dos subieron un peldaño más, convirtiéndose en mis hermanitos pequeños, mis ahijados, a los que encomiendo diariamente en el sagrario y a los que quiero más que la mar. Podría estar todo el día escribiendo, recordando historias maravillosas, divertidas y dolorosas que hemos ido pasando cogidos del corazón», reconoce.
Dice la Escritura que «quien ha encontrado un amigo, ha encontrado un tesoro». Y este tridente P–J–E de oro, nos enseña que tener un amigo en Dios es un regalo forjado a fuego lento, sobre teselas de eternidad, que sabe acompañar cuando más duele la vida. Es el regalo de la amistad: un amor habitado a la medida de Jesús de Nazaret.