El Papa Francisco celebró en la basílica de San Pedro la fiesta de la Epifanía, y en su homilía explicó que esta “palabra indica la manifestación del Señor quien, como dice san Pablo en la segunda lectura, se revela a todas las gentes, representadas hoy por los magos. Se desvela de esa manera la hermosa realidad de Dios que viene para todos: Toda nación, lengua y pueblo es acogido y amado por él. Su símbolo es la luz, que llega a todas partes y las ilumina”.
Antes miles de personas que se dieron cita en la basílica papal, Francisco resaltó la “sorpresa” que genera la forma en la que Dios se manifiesta, también en los magos. “Lo encontrarán, pero no donde pensaban: no está en el palacio real de Jerusalén, sino en una humilde morada de Belén”, recuerda.
La luz de Dios va a quien la acoge
“Ninguno de los poderosos de entonces se dio cuenta de que el Rey de la historia nacía en ese momento. E incluso, cuando Jesús se manifiesta públicamente a los treinta años, precedido por Juan el Bautista, el evangelio ofrece otra solemne presentación del contexto, enumerando a todos los “grandes” de entonces, poder secular y espiritual: el emperador Tiberio, Poncio Pilato, Herodes, Filipo, Lisanio, los sumos sacerdotes Anás y Caifás. Y concluye: “Vino la palabra de Dios sobre Juan en el desierto”. Por tanto, no sobre alguno de los grandes, sino sobre un hombre que se había retirado en el desierto. Esta es la sorpresa: Dios no se manifiesta ocupando el centro de la escena”, explica en su homilía.
Por ello, el Pontífice asegura que “la luz de Dios no va a aquellos que brillan con luz propia. Dios se propone, no se impone; ilumina, pero no deslumbra. Es siempre grande la tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo. Cuántas veces hemos seguido los seductores resplandores del poder y de la fama, convencidos de prestar un buen servicio al evangelio”
Al contrario, la luz de Dios –agrega el Santo Padre- “va a quien la acoge”. Una de las claves es “sobreponerse a nuestro sedentarismo y disponerse a caminar, de lo contrario, nos quedaremos parados, como los escribas consultados por Herodes, que sabían bien dónde había nacido el Mesías, pero no se movieron”
Sólo los magos ven la estrella en el cielo
Después, Francisco afirma que es necesario “revestirse de Dios que es la luz, hasta que Jesús se convierta en nuestro vestido cotidiano”. Pero para llevar este traje de Dios es también indispensable –agrega- “despojarse antes de los vestidos pomposos, en caso contrario seríamos como Herodes, que a la luz divina prefirió las luces terrenas del éxito y del poder”.
Sin embargo, los magos “se levantan para ser revestidos de la luz. Sólo ellos ven la estrella en el cielo; no los escribas, ni Herodes, ni ningún otro en Jerusalén”. Aplicado esto en nuestras vidas, Francisco afirma que “para encontrar a Jesús hay que plantearse un itinerario distinto, hay que tomar un camino alternativo, el suyo, el camino del amor humilde. Y hay que mantenerlo”.
"Hoy lo podemos remediar"
En su homilía, llama no sólo a saber dónde nació Jesús, como los escribas, si no alcanzamos ese dónde. “No basta saber, como Herodes, que Jesús nació si no lo encontramos. Cuando su dónde se convierte en nuestro dónde, su cuándo en nuestro cuándo, su persona en nuestra vida, entonces las profecías se cumplen en nosotros. Entonces Jesús nace dentro y se convierte en Dios vivo para mí. Hoy estamos invitados a imitar a los magos. Ellos no discuten, sino que caminan; no se quedan mirando, sino que entran en la casa de Jesús; no se ponen en el centro, sino que se postran ante él, que es el centro; no se empecinan en sus planes, sino que se muestran disponibles a tomar otros caminos”.
De hecho, los magos van al Señor no para recibir, sino para dar. “Preguntémonos: ¿Hemos llevado algún presente a Jesús para su fiesta en Navidad, o nos hemos intercambiado regalos solo entre nosotros?”, añade el Papa.
Por ello, Francisco recuerda que “si hemos ido al Señor con las manos vacías, hoy lo podemos remediar. El evangelio nos muestra, por así decirlo, una pequeña lista de regalos: oro, incienso y mirra. El oro, considerado el elemento más precioso, nos recuerda que a Dios hay que darle siempre el primer lugar. Se le adora. Pero para hacerlo es necesario que nosotros mismos cedamos el primer puesto, no considerándonos autosuficientes sino necesitados. Luego está el incienso, que simboliza la relación con el Señor, la oración, que como un perfume sube hasta Dios. Pero, así como el incienso necesita quemarse para perfumar, la oración necesita también “quemar” un poco de tiempo, gastarlo para el Señor. Y hacerlo de verdad, no solo con palabras. A propósito de hechos, ahí está la mirra, el ungüento que se usará para envolver con amor el cuerpo de Jesús bajado de la cruz. El Señor agradece que nos hagamos cargo de los cuerpos probados por el sufrimiento, de su carne más débil, del que se ha quedado atrás, de quien solo puede recibir sin dar nada material a cambio”.