Ante los políticos y poderosos de Canadá, el 9º país más rico del mundo, y de los más ideologizados, que presume de ahorrar más de 90 millones de euros al año haciendo eutanasias, el Papa Francisco este miércoles advirtió desde Québec que es soberbia criticar los "colonialismos" de siglos pasados sin ver los "colonialismos ideológicos" actuales, la "cultura de la cancelación" y el desprecio a los pobres (incluyendo, mencionó, a los no nacidos).
En ese contexto, "la Iglesia católica, con su dimensión universal y su atención hacia los más frágiles, con su legítimo servicio a favor de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, se complace en ofrecer su contribución". Así, Francisco no usó específicamente las palabras "eutanasia" ni "aborto", pero sí la defensa de la vida en todas sus etapas.
En un denso párrafo leído ante políticos y gobernadores locales, Francisco enlazó el colonialismo con el desprecio por la historia y los matices, incluyendo los intentos de quitar a los pueblos sus vínculos religiosos y la cultura de la cancelación que cancela al que piensa distinto hoy o dice cosas incómodas.
"Si en su momento la mentalidad colonialista se desentendió de la vida concreta de los pueblos, imponiendo modelos culturales preestablecidos, tampoco faltan hoy colonizaciones ideológicas que contrastan la realidad de la existencia y que sofocan el apego natural a los valores de los pueblos, intentando desarraigar sus tradiciones, su historia y sus vínculos religiosos. Se trata de una mentalidad que, presumiendo de haber superado las oscuras páginas de la historia, da cabida a la así llamada cultura de la cancelación, que juzga el pasado sólo en función de ciertas categorías actuales. Así se implanta una moda cultural que estandariza, que vuelve todo igual, que no tolera las diferencias y se centra sólo en el momento presente, en las necesidades y los derechos de los individuos, descuidando a menudo los deberes hacia los más débiles y frágiles; los pobres, los emigrantes, los mayores, los enfermos, los no nacidos..."
En su discurso elogió la conciencia ecológica del país, y "la generosidad en acoger a numerosos inmigrantes ucranianos y afganos" pero advirtió del abandono a los necesitados en un país tan rico.
"Incluso en un país tan desarrollado y avanzado como Canadá, que dedica mucha atención a la asistencia social, no son pocos los indigentes que dependen de las iglesias y los bancos de alimentos para obtener la ayuda y el apoyo básicos, que —no lo olvidemos— no son sólo materiales. Estos hermanos y hermanas nos llevan a considerar la urgencia de trabajar para remediar la radical injusticia que contamina nuestro mundo, a causa de la cual la abundancia de los dones de la creación se distribuye de forma demasiado desigual. Es escandaloso que la riqueza generada por el desarrollo económico no beneficie a todos los sectores de la sociedad. Y es triste que sea precisamente entre los nativos donde se registran a menudo muchos índices de pobreza, a los que se unen otros indicadores negativos, como la baja escolarización, el no fácil acceso a la vivienda y a la asistencia sanitaria".
También mencionó los "derechos de la familia", que es "célula fundamental de la sociedad", y que "se ve amenazada por muchos factores, como la violencia doméstica, la intensificación del trabajo, la mentalidad individualista, el afán desenfrenado de hacer carrera, el desempleo, la soledad de los jóvenes, el abandono de los mayores y de los enfermos..."
Llegada a Québec y encuentro con los políticos
El Papa llegó este miércoles 27 de julio a Québec y se dirigió a la Citadelle, la Ciudadela de Québec, sede del gobernador general. Allí fue recibido por el Primer Ministro de Canadá, Justin Trudeau (hijo de otro Primer Ministro anterior) y la gobernadora general de Canadá, Mary Simon, que es la primera gobernadora de etnia indígena.
Francisco firma el Libro de Honor con el Primer Ministro Trudeau y la gobernadora general Mary Simon.
Acompañaban al Papa el cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Vaticano, el sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, Edgar Peña Parra, el Secretario para las Relaciones con los Estados, el arzobispo Paul Richard Gallagher, y el Nuncio Apostólico en Canadá, Ivan Jurkovič.
Tras un posado para las fotos oficiales, pasaron a la sala principal para el encuentro con las autoridades del país, el Cuerpo diplomático y líderes de las naciones indígenas. Antes que el Papa, hablaron las autoridades anfitrionas.
Trudeau se dirigió al público retomando las palabras del Pontífice en Edmonton: “Pedir perdón no es el final del asunto, es un punto de partida”.
Agradeció a los pueblos indígenas “por acogernos – sus palabras- en su territorio tradicional y de tratado”. Al Papa, le agradeció la “sincera voluntad” por “comprender, hacer el bien y reparar”. Sobre el sistema de internados para indígenas del siglo XIX y XX, dijo: “Todos estamos de acuerdo en que el sistema de escuelas residenciales intentó asimilar a los niños indígenas”. “La reconciliación es responsabilidad de todos nosotros”, añadió, exhortando a “seguir trabajando junto con los pueblos indígenas hasta conseguir un futuro mejor para todos”.
La Gobernadora General, Mary May Simon, dijo que en cualquier lugar de Canadá se está “en tierra indígena” y es “importante reconocerlo” y que los indígenas con sus esfuerzos, su coraje y resistencia “hacen de Canadá una nación más fuerte”.
El Papa escribió en el Libro de Honor de la Ciudadela de Quebec estas palabras: “Peregrino en Canadá, tierra que se extiende de mar a mar, pido a Dios que este gran país sea siempre ejemplo en la construcción de un futuro que custodie y valore las raíces, en particular los pueblos indígenas y en el ser una casa acogedora para todos”.
Vídeo del acto completo del Papa con las autoridades políticas en la Ciudadela de Quebec (1h 20m).
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Texto completo del discurso del Papa a las autoridades en la Ciudadela de Québec, Canadá
A continuación el discurso completo del Papa Francisco:
Señora Gobernadora General,
señor Primer Ministro,
distinguidas autoridades civiles y religiosas,
estimados Representantes de los pueblos indígenas,
distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático,
señoras y señores:
Los saludo cordialmente y le agradezco a la señora Mary Simon y al señor Justin Trudeau sus amables palabras. Me complace dirigirme a ustedes, que tienen la responsabilidad de servir a los habitantes de este gran país que, “de mar a mar”, ofrece un extraordinario patrimonio natural. Entre las muchas bellezas, pienso en los inmensos y espectaculares bosques de arce, que hacen que el paisaje canadiense sea único y colorido. Me gustaría inspirarme en el símbolo por excelencia de estas tierras, la hoja de arce, que desde los escudos de Quebec se extendió rápidamente hasta convertirse en el emblema destacado en la bandera del país.
Aunque esto haya sucedido en tiempos bastante recientes, los arces custodian el recuerdo de muchas generaciones pasadas, mucho antes de que los colonos llegaran a suelo canadiense.
Los pueblos nativos extraían de ellos savia con la que elaboraban nutritivos jarabes. Esto nos lleva a pensar en su laboriosidad, siempre atentos a salvaguardar la tierra y el medio ambiente, fieles a una visión armoniosa de la creación, que es un libro abierto que enseña al hombre a amar al Creador y a vivir en simbiosis con los demás seres vivos. Hay mucho que aprender de esto, de la capacidad de escuchar a Dios, a las personas y a la naturaleza.
Lo necesitamos especialmente en el torbellino frenético del mundo actual, caracterizado por una constante “rapidación”, que dificulta un desarrollo verdaderamente humano, sostenible e integral (cf. Carta enc. Laudato si’, 18), terminando por generar una “sociedad del cansancio y de la desilusión”, que lucha por descubrir de nuevo el gusto por la contemplación, el sabor genuino de las relaciones, la mística de la totalidad.
¡Cuánta necesidad tenemos de escucharnos y dialogar, para alejarnos del individualismo imperante, de los juicios apresurados, de la agresividad desenfrenada, de la tentación de dividir el mundo en buenos y malos! Las grandes hojas de arce, que absorben el aire contaminado y restituyen oxígeno, nos invitan a maravillarnos con la belleza de la creación y a dejarnos atraer por los sanos valores presentes en las culturas indígenas: son una inspiración para todos nosotros y nos pueden ayudar a sanar los dañinos hábitos de explotar. Explotar, además de la creación, también las relaciones y el tiempo, y orientar la actividad humana únicamente en función de la utilidad y del beneficio.
Sin embargo, estas lecciones vitales han sido objeto de una violenta oposición en el pasado. Pienso especialmente en las políticas de asimilación y desvinculación, que incluían el sistema de escuelas residenciales y que dañaron a muchas familias indígenas, minusvalorando su lengua, su cultura y su visión del mundo. En ese deplorable sistema promovido por las autoridades gubernamentales de la época, que separó a tantos niños de sus familias, estuvieron involucradas varias instituciones católicas locales, por lo que expreso vergüenza y dolor y, junto con los obispos de este país, renuevo mi petición de perdón por el mal cometido que tantos cristianos contra los pueblos indígenas, por todo esto pido perdón.
Es trágico cuando algunos creyentes, como ocurrió en ese período histórico, no se adecuan al Evangelio sino a las conveniencias del mundo. Si la fe cristiana ha desempeñado un papel esencial en la conformación de los más altos ideales de Canadá, caracterizados por el deseo de construir un país mejor para todos sus habitantes, es necesario, admitiendo las propias faltas, comprometerse juntos a realizar aquello que sé que todos ustedes comparten: promover los derechos legítimos de los pueblos originarios y fomentar procesos de sanación y reconciliación entre ellos y los no indígenas del país.
Esto se refleja en vuestro compromiso de responder adecuadamente a los llamamientos de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, así como en vuestra atención en reconocer los derechos de los pueblos originarios.
La Santa Sede y las comunidades católicas locales mantienen una voluntad concreta respecto a la promoción de las culturas indígenas, con caminos espirituales específicos y apropiados, que incluyan la atención a sus tradiciones culturales, sus costumbres, sus lenguas y sus procesos educativos propios, en el espíritu de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Es nuestro deseo renovar la relación entre la Iglesia y los pueblos indígenas de Canadá, una relación marcada tanto por un amor que ha dado grandes frutos como también, lamentablemente, por heridas que nos estamos esforzando en comprender y sanar.
Estoy realmente agradecido por haber conocido y escuchado a varios representantes de los pueblos indígenas durante los últimos meses en Roma, y por poder afianzar, aquí en Canadá, las hermosas relaciones que hemos entablado. Los momentos que vivimos juntos han dejado en mí una huella, me han dejado el firme deseo de responder a la indignación y la vergüenza por el sufrimiento que soportaron los indígenas, recorriendo un camino fraternal y paciente con todos los canadienses conforme a la verdad y la justicia, esforzándonos por la sanación y la reconciliación, animados siempre por la esperanza.
Aquella «historia de dolor y de desprecios», originada por una mentalidad colonizadora, «no se sana fácilmente». Al mismo tiempo, nos advierte que «la colonización no se detiene, sino que en muchos lugares se transforma, se disfraza y se disimula» (Exhort. ap. Querida Amazonia, 16). Este es el caso de las colonizaciones ideológicas.
Si en su momento la mentalidad colonialista se desentendió de la vida concreta de los pueblos, imponiendo modelos culturales preestablecidos, tampoco faltan hoy colonizaciones ideológicas que contrastan la realidad de la existencia y que sofocan el apego natural a los valores de los pueblos, intentando desarraigar sus tradiciones, su historia y sus vínculos religiosos.
Se trata de una mentalidad que, presumiendo de haber superado “las oscuras páginas de la historia”, da cabida a la así llamada cultura de la cancelación, que juzga el pasado sólo en función de ciertas categorías actuales. Así se implanta una moda cultural que estandariza, que vuelve todo igual, que no tolera las diferencias y se centra sólo en el momento presente, en las necesidades y los derechos de los individuos, descuidando a menudo los deberes hacia los más débiles y frágiles; los pobres, los emigrantes, los mayores, los enfermos, los no nacidos... Son ellos los olvidados por las sociedades del bienestar; son ellos los que, en la indiferencia general, son descartados como hojas secas para ser quemadas.
Por otro lado, el rico follaje multicolor de los árboles de arce nos recuerda la importancia de la totalidad, la importancia de promover comunidades humanas que no uniformen, sino que sean realmente abiertas e inclusivas. Y así como cada hoja es esencial para enriquecer el follaje, también cada familia, célula fundamental de la sociedad, debe ser valorada, porque «el futuro de la humanidad se fragua en la familia» (S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 86).
Ella es la primera realidad social concreta, pero se ve amenazada por muchos factores, como la violencia doméstica, la intensificación del trabajo, la mentalidad individualista, el afán desenfrenado de hacer carrera, el desempleo, la soledad de los jóvenes, el abandono de los mayores y de los enfermos... Los pueblos indígenas tienen mucho que enseñarnos sobre el cuidado y la protección de la familia, donde ya desde niños se aprende a reconocer lo que está bien y lo que está mal, a decir la verdad, a compartir, a corregir los errores, a empezar de nuevo, a darse ánimo, a reconciliarse. Que el mal sufrido por los pueblos indígenas, y que hoy nos avergonzamos, nos sirva de advertencia para que no se deje de lado el cuidado y los derechos de la familia en nombre de eventuales necesidades productivas e intereses individuales.
Volvamos a la hoja de arce. En tiempos de guerra, los soldados la utilizaban como venda y emplasto para las heridas. Hoy, ante la locura sin sentido de la guerra, necesitamos de nuevo calmar los extremismos de la contraposición y curar las heridas del odio. Una testigo de algunas trágicas violencias del pasado dijo recientemente que «la paz tiene su propio secreto: no odiar nunca a nadie. Si se quiere vivir no se debe odiar nunca» (Entrevista a E. Bruck, en Avvenire, 8 marzo 2022).
No necesitamos dividir el mundo en amigos y enemigos, distanciarnos y armarnos hasta los dientes: no será la carrera armamentística ni las estrategias de disuasión las que traigan la paz y la seguridad. No hay que preguntarse cómo continuar las guerras, sino cómo detenerlas. E impedir que los pueblos vuelvan a ser rehenes de las garras de espantosas guerras frías que todavía se extienden. Se necesitan políticas creativas y con visión de futuro, que sepan romper los esquemas de los bandos para dar respuestas a los retos globales.
Los grandes retos actuales, como la paz, el cambio climático, los efectos de las pandemias y las migraciones internacionales, están unidos por una constante: son globales, afectan a todos. Y si todos ellos hablan de la necesidad del conjunto, la política no puede quedar prisionera de intereses partidistas.
Hay que saber mirar, como enseña la sabiduría indígena, a las siete generaciones futuras, no a la conveniencia inmediata, a los plazos electorales o al apoyo de los lobbies. Y también valorar los deseos de fraternidad, justicia y paz de las jóvenes generaciones. Sí, para recuperar la memoria y la sabiduría es necesario escuchar a los mayores, y para tener impulso y futuro es necesario abrazar los sueños de los jóvenes. Ellos se merecen un futuro mejor que el que les estamos preparando, se merecen participar en las decisiones sobre la construcción del hoy y del mañana, especialmente sobre el cuidado de la casa común, para el cual los valores y las enseñanzas de los pueblos indígenas son valiosos. A este respecto, me gustaría agradecer el encomiable compromiso local en favor del medio ambiente. Casi se podría decir que los emblemas extraídos de la naturaleza, como el lirio en la bandera de esta provincia de Quebec, y la hoja de arce en la del país, confirman la vocación ecológica de Canadá.
Cuando la comisión correspondiente evaluó los miles de bocetos recibidos para la realización de la bandera nacional, muchos de ellos presentados por personas comunes, sorprendió que casi todos ellos contuvieran la representación de la hoja de arce. La participación en torno a este símbolo compartido me sugiere subrayar una palabra clave para los canadienses: multiculturalismo. Este está en la base de la cohesión de una sociedad tan diversa como son los colores de las copas de los árboles de arce. La misma hoja de arce, con su multiplicidad de puntas y lados, sugiere una figura poliédrica, mostrando que ustedes son un pueblo capaz de incluir, para que los que vengan puedan encontrar un lugar en esa unidad multiforme y aportar su propia y original contribución (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 236).
El multiculturalismo es un reto permanente; se trata de acoger y abrazar a los distintos componentes presentes, respetando, al mismo tiempo, la diversidad de sus tradiciones y culturas, sin suponer que el proceso esté concluido de una vez para siempre. En este sentido, expreso mi agradecimiento por la generosidad en acoger a numerosos inmigrantes ucranianos y afganos.
Pero también es necesario trabajar para superar la retórica del miedo hacia los inmigrantes y darles, según las posibilidades del país, una oportunidad concreta de participar responsablemente en la sociedad. Para ello, los derechos y la democracia son indispensables. Pero también es necesario hacerle frente a la mentalidad individualista, recordando que la vida en común se basa en premisas que el sistema político por sí solo no puede producir. También en esto, la cultura indígena es un gran apoyo al recordarnos la importancia de los valores de la socialización. Y también la Iglesia católica, con su dimensión universal y su atención hacia los más frágiles, con su legítimo servicio a favor de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, se complace en ofrecer su contribución.
En estos últimos días, he sabido de numerosas personas necesitadas que llaman a las puertas de las parroquias. Incluso en un país tan desarrollado y avanzado como Canadá, que dedica mucha atención a la asistencia social, no son pocos los indigentes que dependen de las iglesias y los bancos de alimentos para obtener la ayuda y el apoyo básicos, que —no lo olvidemos— no son sólo materiales. Estos hermanos y hermanas nos llevan a considerar la urgencia de trabajar para remediar la radical injusticia que contamina nuestro mundo, a causa de la cual la abundancia de los dones de la creación se distribuye de forma demasiado desigual.
Es escandaloso que la riqueza generada por el desarrollo económico no beneficie a todos los sectores de la sociedad. Y es triste que sea precisamente entre los nativos donde se registran a menudo muchos índices de pobreza, a los que se unen otros indicadores negativos, como la baja escolarización, el no fácil acceso a la vivienda y a la asistencia sanitaria. Que el emblema de la hoja de arce, que aparece habitualmente en las etiquetas de los productos del país, sea un incentivo para que todos tomen decisiones económicas y sociales encaminadas al compartir y al cuidado de los necesitados.
Sólo trabajando juntos, mano a mano, es como podemos hacer frente a los apremiantes retos de hoy. Les agradezco su hospitalidad, su atención y su estima, diciéndoles con sincero afecto que llevo a Canadá y su gente muy cerca de mi corazón. Gracias.