“Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre”, lo dijo el Papa Francisco en su homilía en la Misa del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor, celebrada en la Plaza de San Pedro, este domingo 25 de marzo, fecha en la que también se celebra la XXXIII Jornada Mundial de la Juventud y el 23° Aniversario de la Encíclica “Evangelium Vitae” de San Juan Pablo II.
En su homilía, el Santo Padre recuerda que, la liturgia de este domingo nos invita a hacernos partícipes de la alegría y la fiesta del pueblo que es capaz de alabar a su Señor; pero al mismo tiempo nos dice que esa alegría se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. “Pareciera que en esta celebración – señala el Pontífice – se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener”.
Sentimientos, afirma el Papa, que son capaces de amar mucho y también de odiar mucho; capaces de entregas valerosas y también de saber ‘lavarnos las manos’ en el momento oportuno; capaces de fidelidades, pero también de grandes abandonos y traiciones.
Este relato evangélico del ingreso de Jesús a Jerusalén, precisa el Papa Francisco, puede suscitar cantos y alegría, pero también, enojo e irritación en manos de algunos. “Podemos imaginar –afirma el Pontífice– que es la voz del hijo perdonado, del leproso sanado o el balar de la oveja perdida que resuena con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres – subraya el Papa – que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria. Es el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar: ‘Bendito el que llega en nombre del Señor’”.
Esta alegría y alabanza, de los postergados agrega el Obispo de Roma, resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y ‘fieles’ a la ley y a los preceptos rituales. “Alegría insoportable –señala el Papa– para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas”.
Es difícil comprender la alegría y la fiesta de la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse, afirma el Papa Francisco, es difícil poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros y así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: ‘¡Crucifícalo!’. “No es un grito espontáneo – puntualiza el Pontífice – sino el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en ‘manchar’ a otros para acomodarse”.
Es el grito, agrega el Santo Padre, del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de ‘trucar’ la realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un ‘malhechor’. Es la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la ‘tramoya’ de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: ‘Crucifícalo, crucifícalo’.
De este modo, concluye el Papa, se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del ‘sálvate a ti mismo’ que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión.
Frente a todas estas voces y gritos, afirma el Papa Francisco, el mejor antídoto es mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. “Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz – señala el Pontífice – hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad”.
Antes de concluir su homilía, el Santo Padre dirigió su atención a los jóvenes, a quienes invitó a no quedarse callados, sino a manifestar la alegría de haber encontrado a Jesús. “Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido… Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes. Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan ‘ruido’, para que no se pregunten y cuestionen. Hay muchas formas de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes”.
Queridos jóvenes, dijo el Papa, está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el ‘crucifícalo’ del viernes. “Está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y los dirigentes callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?".