El primer acto de la estancia del Papa en Trujillo fue una multitudinaria misa en la playa de Huanchaco, que presidió una imagen de la Virgen de la Puerta, que se venera en el santuario de Otuzco y es la patrona del Norte del Perú.

Comunidades de toda la región acudieron a la celebración con sus respectivas imágenes, a las que el Papa saludó al comienzo de la eucaristía: la Inmaculada Virgen de la Puerta de Otuzco, a la Santísima Cruz de Chalpón de Chiclayo, al Señor Cautivo de Ayabaca, a la Virgen de las Mercedes de Paita, reliquias de los mártires de Chimbote, Divino Niño del Milagro de Eten, la Virgen Dolorosa de Cajamarca, San Jorge de Cajamarca, la Virgen de la Asunción de Cutervo, la Inmaculada Concepción de Chota, Nuestra Señora de la Alta gracia de Huamachuco, San Francisco de Asís de Huamachuco, Santo Toribio de Chamabamba-Huamachuco, la Virgen Asunta de Chachapoyas, San Pedro de Chimbote, San Pedro de Huari, la Virgen del Socorro de Huanchaco y al Apóstol Santiago de Chuco.

"Estas tierras tienen sabor a Evangelio", proclamó Francisco al comenzar la homilía, donde hizo alusión a la tradición pesquera local para ponerla en relación con el oficio de los primeros discípulos de Jesús y lamentar los efectos del fenómeno meteorológico del "Niño costero", que hace un año produjo lluvias torrenciales e inundaciones en la zona.


"A esta eucaristía traemos también ese momento tan difícil que cuestiona y pone muchas veces en duda nuestra fe", dijo para explicar el sentido cristiano del sufrimiento: "Queremos unirnos a Jesús. Él conoce el dolor y las pruebas; Él atravesó todos los dolores para poder acompañarnos en los nuestros. Jesús en la cruz quiere estar cerca de cada situación dolorosa para darnos su mano y ayudar a levantarnos. Porque Él entró en nuestra historia, quiso compartir nuestro camino y tocar nuestras heridas. No tenemos un Dios ajeno a lo que sentimos y sufrimos, al contrario, en medio del dolor nos entrega su mano".

Francisco alabó la reacción que tuvo entonces la gente de la región: "Estas tierras supieron ponerse en movimiento y estas tierras tenían el aceite para ir corriendo y ayudarse como verdaderos hermanos. Estaba el aceite de la solidaridad, de la generosidad que los puso en movimiento y fueron al encuentro del Señor con innumerables gestos concretos de ayuda". Es la cercanía al dolor concreto de las personas concretas: "La fe nos abre a tener un amor concreto, no de ideas, concreto, un amor de obras, de manos tendidas, de compasión; que sabe construir y reconstruir la esperanza cuando parece que todo se pierde. Así nos volvemos partícipes de la acción divina, esa que nos describe el apóstol Juan cuando nos muestra a Dios que enjuga las lágrimas de sus hijos. Y esta tarea divina de Dios la hace con la misma ternura que una madre busca secar las lágrimas de sus hijos".

El Papa invitó a tomar esas lágrimas como medida de nuestra proximidad a Dios: "¡Qué linda pregunta que nos puede hacer el Señor a cada uno de nosotros al final del día! ¿Cuántas lágrimas has secado hoy?".


Y no solo por desgracias naturales: hay "otras tormentas" "que también nos cuestionan como comunidad y ponen en juego el valor de nuestro espíritu. Se llaman violencia organizada como el «sicariato» y la inseguridad que esto genera; se llama una falta de oportunidades educativas y laborales, especialmente en los más jóvenes, que les impide construir un futuro con dignidad; o la falta de techo seguro para tantas familias forzadas a vivir en zonas de alta inestabilidad y sin accesos seguros".

Frente a todos estos males, Francisco sentenció: "No hay salida, no hay otra salida mejor que la del Evangelio: se llama Jesucristo". Y exhortó, hacia el final de su homilía: "Llenen siempre sus vidas de Evangelio. Quiero estimularlos a que sean comunidad que se dejen ungir por su Señor con el aceite del Espíritu. Él lo transforma todo, lo renueva todo, lo conforta todo. En Jesús, tenemos la fuerza del Espíritu para no naturalizar lo que nos hace daño, no hacerlo una cosa natural, no naturalizar  lo que nos seca el espíritu y lo que es peor, nos roba la esperanza".


Estas tierras tienen sabor a Evangelio. Todo el entorno que nos rodea, con este inmenso mar de fondo, nos ayuda a comprender mejor la vivencia que los apóstoles tuvieron con Jesús; y hoy, también nosotros, estamos invitados a vivirla.

Me alegra saber que han venido desde distintos lugares del norte peruano para celebrar esta alegría del Evangelio. Los discípulos de ayer, como tantos de ustedes hoy, se ganaban la vida con la pesca.

Salían en barcas, como algunos de ustedes siguen saliendo en los «caballitos de totora», y tanto ellos como ustedes con el mismo fin: ganarse el pan de cada día. En eso se juegan muchos de nuestros cansancios cotidianos: poder sacar adelante a nuestras familias y darles lo que las ayudará a construir un futuro mejor.

Esta «laguna con peces dorados», como la han querido llamar, ha sido fuente de vida y bendición para muchas generaciones. Supo nutrir los sueños y las esperanzas a lo largo del tiempo.

Ustedes, al igual que los apóstoles, conocen la bravura de la naturaleza y han experimentado sus golpes. Así como ellos enfrentaron la tempestad sobre el mar, a ustedes les tocó enfrentar el duro golpe del «Niño costero», cuyas consecuencias dolorosas todavía están presentes en tantas familias, especialmente aquellas que todavía no pudieron reconstruir sus hogares.

También por esto quise estar y rezar aquí con ustedes. A esta eucaristía traemos también ese momento tan difícil que cuestiona y pone muchas veces en duda nuestra fe. Queremos unirnos a Jesús. Él conoce el dolor y las pruebas; Él atravesó todos los dolores para poder acompañarnos en los nuestros.

Jesús en la cruz quiere estar cerca de cada situación dolorosa para darnos su mano y ayudar a levantarnos. Porque Él entró en nuestra historia, quiso compartir nuestro camino y tocar nuestras heridas. No tenemos un Dios ajeno a lo que sentimos y sufrimos, al contrario, en medio del dolor nos entrega su mano.

Estos sacudones cuestionan y ponen en juego el valor de nuestro espíritu y de nuestras actitudes más elementales. Entonces nos damos cuenta de lo importante que es no estar solos sino unidos, estar llenos de esa unión que es fruto del Espíritu Santo.

¿Qué les pasó a las muchachas del Evangelio que hemos escuchado? De repente, sienten un grito que las despierta y las pone en movimiento. Algunas se dieron cuenta que no tenían el aceite necesario para iluminar el camino en la oscuridad, otras en cambio, llenaron sus lámparas y pudieron encontrar e iluminar el camino que las llevaba hacia el esposo.

En el momento indicado cada una mostró de qué había llenado su vida. Lo mismo nos pasa a nosotros. En determinadas circunstancias nos damos cuenta con qué hemos llenado nuestra vida. ¡Qué importante es llenar nuestras vidas con ese aceite que permite encender nuestras lámparas en las múltiples situaciones de oscuridad y encontrar los caminos para salir adelante!

Sé que, en el momento de oscuridad, cuando sintieron el golpe del Niño, estas tierras supieron ponerse en movimiento y estas tierras tenían el aceite para ir corriendo y ayudarse como verdaderos hermanos. Estaba el aceite de la solidaridad, de la generosidad que los puso en movimiento y fueron al encuentro del Señor con innumerables gestos concretos de ayuda.

En medio de la oscuridad junto a tantos otros fueron cirios vivos que iluminaron el camino con manos abiertas y disponibles para paliar el dolor y compartir lo que tenían desde su pobreza. En la lectura, podemos observar cómo las muchachas que no tenían aceite se fueron al pueblo a comprarlo.

En el momento crucial de su vida, se dieron cuenta de que sus lámparas estaban vacías, de que les faltaba lo esencial para encontrar el camino de la auténtica alegría. Estaban solas y así quedaron solas fuera de la fiesta.

Hay cosas, como bien saben, que no se improvisan y mucho menos se compran. El alma de una comunidad se mide en cómo logra unirse para enfrentar los momentos difíciles, de adversidad, para mantener viva la esperanza. Con esa actitud dan el mayor testimonio evangélico. El Señor nos dice: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35).

Porque la fe nos abre a tener un amor concreto, no de ideas, concreto, un amor de obras, de manos tendidas, de compasión; que sabe construir y reconstruir la esperanza cuando parece que todo se pierde. Así nos volvemos partícipes de la acción divina, esa que nos describe el apóstol Juan cuando nos muestra a Dios que enjuga las lágrimas de sus hijos. Y esta tarea divina de Dios la hace con la misma ternura que una madre busca secar las lágrimas de sus hijos.

Qué linda pregunta que nos puede hacer el Señor a cada uno de nosotros al final del día: ¿cuántas lágrimas has secado hoy? Otras tormentas pueden estar azotando estas costas y, en la vida de los hijos de estas tierras, tienen efectos devastadores.

Tormentas que también nos cuestionan como comunidad y ponen en juego el valor de nuestro espíritu. Se llaman violencia organizada como el «sicariato» y la inseguridad que esto genera; se llama una falta de oportunidades educativas y laborales, especialmente en los más jóvenes, que les impide construir un futuro con dignidad; o la falta de techo seguro para tantas familias forzadas a vivir en zonas de alta inestabilidad y sin accesos seguros; así como tantas otras situaciones que ustedes conocen y sufren, que como los peores huaicos destruyen la confianza mutua tan necesaria para construir una red de contención y esperanza.

Huaicos que afectan el alma y nos preguntan por el aceite que tenemos para hacerles frente. ¿Cuánto aceite tenés? Muchas veces nos interrogamos sobre cómo enfrentar estas tormentas, o cómo ayudar a nuestros hijos a salir adelante frente a estas situaciones. Quiero decirles: no hay salida, no hay otra salida mejor que la del Evangelio: se llama Jesucristo.

Llenen siempre sus vidas de Evangelio. Quiero estimularlos a que sean comunidad que se dejen ungir por su Señor con el aceite del Espíritu. Él lo transforma todo, lo renueva todo, lo conforta todo. En Jesús, tenemos la fuerza del Espíritu para no naturalizar lo que nos hace daño, no hacerlo una cosa natural, no naturalizar  lo que nos seca el espíritu y lo que es peor, nos roba la esperanza.

Los peruanos en este momento de la historia no tienen derecho a dejarse robar la esperanza.

En Jesús, tenemos el Espíritu que nos mantiene unidos para sostenernos unos a otros y hacerle frente a aquello que quiere llevarse lo mejor de nuestras familias. En Jesús, Dios nos hace comunidad creyente que sabe sostenerse; comunidad que espera y por lo tanto lucha para revertir y transformar las múltiples adversidades; comunidad amante porque no permite que nos crucemos de brazos.

Con Jesús, el alma de este pueblo de Trujillo podrá seguir llamándose «la ciudad de la eterna primavera», porque con Él todo es una oportunidad para la esperanza. Sé del amor que esta tierra tiene a la Virgen, y sé cómo la devoción a María los sostiene siempre llevándolos a Jesucristo y dándonos el único consejo que siempre repite: Hagan lo que Él os diga.

Pidámosle a ella que nos ponga bajo su manto y que nos lleve siempre a su Hijo; pero digámoselo cantando con esa hermosa marinera: «Virgencita de la puerta, échame tu bendición. Virgencita de la puerta, danos paz y mucho amor». ¿Se animan a cantarla? La cantamos juntos. ¿Quién empieza a cantar? Virgencita de la Puerta.. (el coro tampoco). Entonces se lo decimos si no lo cantamos. Virgencita de la Puerta échame tu bendición, Virgencita de la Puerta danos paz y mucho amor. Otra vez.