En la solemnidad de Nuestra Señora del Carmen, el Papa Francisco presidió el rezo del Angelus ante la presencia de miles de peregrinos que se dieron cita en la Plaza de San Pedro para rezar juntos la oración mariana del Ángelus.

Haciendo alusión a la lectura del Evangelio dominical de San Mateo, que narra la Parábola del Sembrador, el Santo Padre señaló que Jesús es el sembrador y que con esta imagen nos da a entender que Él no se impone, sino que propone: “no nos atrae conquistándonos sino entregándose”.

Tal y como recoge Radio Vaticano, el Santo Padre indicó que “Él derrama con paciencia y generosidad su Palabra”, continuó diciendo Francisco, “que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto”, siempre y cuando nosotros estemos dispuestos a recibirlo.

En referencia a los “tipos de tierra” donde el Sembrador realiza su labor, el sucesor de Pedro indicó que el “terreno bueno” es el camino que hay que seguir. No obstante el Pontífice puso en guardia sobre otros dos tipos de terrenos que pueden crecer en el corazón impidiendo que la "semilla de Jesús dé fruto": el terreno pedregoso, en el cual la semilla germina pero no llega a dar raíces profundas y el terreno espinoso; "lleno de espinos que sofocan a las buenas plantas", espinos que podemos comparar con las preocupaciones del mundo y la seducción de la riqueza.

"Cada uno de nosotros puede reconocer estos grandes o pequeños espinos que habitan en su corazón", dijo Francisco, “estos arbustos más o menos enraizados que no agradan a Dios y nos impiden tener un corazón limpio”. Por último el Santo Padre, destacó que es posible "sanear el terreno" de nuestro corazón, llevando al Señor a través de la confesión y la oración, "nuestras piedras y espinos".

"Preguntémonos si nuestro corazón está abierto para acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios", dijo el Obispo de Roma. "Preguntémonos si en nosotros las rocas de la pereza son todavía muchas y grandes; identifiquemos y llamemos por nombre a los espinos de los vicios".

"Que la Madre de Dios, a quien recordamos hoy bajo el título de Bienaventurada Virgen del Monte Carmelo, insuperable en la acogida de la Palabra de Dios y en su puesta en práctica (cf. Lc 8,21), nos ayude a purificar el corazón y a custodiar en él la presencia del Señor", concluyó el Papa.



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy es la célebre parábola del sembrador (cf. Mt de la 13.1 a 23). El sembrador es Jesús. Notamos que, con esta imagen, Él se presenta como uno que no se impone sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose. Él propaga con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar frutos. ¿Cómo? Si nosotros lo recibimos.

Por eso la parábola tiene que ver sobre todo con nosotros: habla, de hecho, del terreno más que del sembrador. Jesús realiza, por así decirlo, una “radiografía espiritual” de nuestro corazón, que es el terreno sobre el que cae la semilla de la Palabra. Nuestro corazón, como un terreno, puede ser bueno, y así la Palabra da fruto, pero también puede ser duro, impermeable. Esto sucede cuando oímos la Palabra, pero ella nos rebota encima, al igual que sobre una carretera.

Entre el terreno bueno y la carretera hay, sin embargo, dos terrenos intermedios, que en diferentes tamaños, podemos tener en nosotros. El primero es aquel pedregoso. Tratemos de imaginarlo: un terreno pedregoso es un terreno en «con poca tierra» (cf. v. 5), por lo que la semilla germina pero no logra echar raíces profundas. Así es el corazón superficial, que recibe al Señor, quiere rezar, amar y dar testimonio, pero que no persevera, se cansa y no nunca “despega”. Es un corazón sin espesor, donde las rocas de la pereza prevalecen sobre la tierra buena, donde el amor es inconstante y pasajero. Pero quien recibe al Señor sólo cuando tiene ganas, no da fruto.

Luego está el último terreno, aquel espinoso, lleno de espinos que sofocan las plantas buenas. ¿Qué representan estos espinos? «Las preocupaciones mundanas y la seducción de las riquezas» (v. 22), dice Jesús. Los espinos son los vicios que están en desacuerdo con Dios, que asfixian Su presencia: ante todo los ídolos de la riqueza mundana, el vivir con avidez para sí mismos, para el tener y el poder.  Si cultivamos estos espinos, ahogamos el crecimiento de Dios en nosotros. Cada uno puede reconocer sus pequeños o grandes espinos, los vicios que habitan en su corazón, los arbustos más o menos arraigados que no le gustan a Dios y que nos impiden de tener un corazón limpio. Es necesario arrancarlos, de lo contrario la Palabra no da fruto.

Queridos hermanos y hermanas, Jesús nos invita hoy a mirar dentro nuestro: a agradecer por nuestro terreno bueno, y a trabajar en los terrenos todavía no buenos. Preguntémonos si nuestro corazón está abierto para acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios. Preguntémonos si en nosotros las rocas de la pereza son todavía muchas y grandes; identifiquemos y llamemos por nombre a los espinos de los vicios. Encontremos el valor de hacer un bello saneamiento del terreno, llevándole al Señor en la Confesión y en la oración, nuestras rocas y espinos. Haciéndolo así, Jesús, el Buen sembrador, será feliz de realizar un trabajo adicional: purificar nuestro corazón, quitando las rocas y los espinos que ahogan su Palabra.

Que la Madre de Dios, a quien recordamos hoy bajo el título de Bienaventurada Virgen del Monte Carmelo, insuperable en la acogida de la Palabra de Dios y en su puesta en práctica (cf. Lc 8,21), nos ayude a purificar el corazón y a custodiar en él la presencia del Señor. Ángelus Domini Nuntiavit Mariae...