El Papa Francisco declaró santos este 13 de mayo a Francisco y Jacinta Marto, los pastorcitos videntes de Fátima, al inicio de la multitudinaria Misa que celebra en el atrio del Santuario de Nuestra Señora de Fátima, en Portugal.
De acuerdo al rito, el Santo Padre oyó atentamente la solicitud del Obispo de Leiria-Fátima, Mons. António Augusto dos Santos Marto, para que se “inscriba a los beatos Francisco Marto y Jacinta Marto en el catálogo de los santos y, como tales, sean invocados por todos los cristianos”.
Fueron testigos de seis apariciones de la Virgen
Durante la petición, el Prelado estuvo acompañado por la postuladora de la causa, la religiosa Angela Coelho. Luego leyó una breve biografía de los dos pequeños hermanos que en 1917, junto con su prima Lucía –actualmente Sierva de Dios–, fueron testigos de las seis apariciones de la Virgen María en esta localidad portuguesa.
Una imágen de la Eucaristía de canonización de los niños Francisco y Jacinto, pastorcitos de Fátima, presidida por el Papa Francisco
El Papa los declara santos
Así, luego de las letanías de los santos, el Papa procedió al recitar la fórmula de canonización: “En honor de la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica y el incremento de la vida cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, después de haber largamente reflexionado, implorando varias veces la ayuda divina y oído el parecer de muchos hermanos nuestros en el Episcopado, declaramos y definimos como Santos a los Beatos Francisco Marto y Jacinta Marto, y los inscribimos en el Catálogo de los Santos, estableciendo que, en toda la Iglesia, sean devotamente honrados entre los santos. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Tras el agradecimiento de Mons. Dos Santos Marto, y el aplauso de los miles de fieles, se inició la liturgia de la palabra.
Antes de iniciarse la Misa, la imagen de la Virgen de Fátima entró en procesión transportada por los cadetes de la Academia Militar.
Asimismo, ingresaron las dos lámparas que contienen las reliquias de Francisco y Jacinta, transportadas por la postuladora, la hermana Angela Coelho, y por el consultor de la postulación, Pedro Valinho; acompañados de unos 20 niños y adolescentes de entre 9 y 16 años.
La imagen de la Virgen y las reliquias fueron ubicados a la derecha del altar. Asimismo, la Eucaristía es concelebrada por 8 cardenales, y 73 obispos y arzobispos.
Texto completo de la homilía del Santo Padre:
«Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol», dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12,1), señalando además que ella estaba a punto de dar a luz a un hijo. Después, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús le dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27).
Tenemos una Madre, una «Señora muy bella», comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen». Habían visto a la Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus ojos, se posaron los ojos de muchos, pero… estos no la vieron. La Virgen Madre no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto.
Pero ella, previendo y advirtiéndonos sobre el peligro del infierno al que nos lleva una vida ¿a menudo propuesta e impuesta? sin Dios y que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos la Luz de Dios que mora en nosotros y nos cubre, porque, como hemos escuchado en la primera lectura, «fue arrebatado su hijo junto a Dios» (Ap 12,5). Y, según las palabras de Lucía, los tres privilegiados se encontraban dentro de la Luz de Dios que la Virgen irradiaba. Ella los rodeaba con el manto de Luz que Dios le había dado. Según el creer y el sentir de muchos peregrinos —por no decir de todos—, Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre para pedirle, como enseña la Salve Regina, «muéstranos a Jesús».
Queridos Peregrinos, tenemos una Madre. Aferrándonos a ella como hijos, vivamos de la esperanza que se apoya en Jesús, porque, como hemos escuchado en la segunda lectura, «los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad ?nuestra humanidad? que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que nunca dejará.
Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la derecha del Padre (cf. Ef 2,6). Que esta esperanza sea el impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias por las innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años, y que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde este Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de la tierra. Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran.
De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a «Jesús oculto» en el Sagrario.
En sus Memorias (III, n.6), Sor Lucía da la palabra a Jacinta, que había recibido una visión: «¿No ves muchas carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?» Gracias por haberme acompañado. No podía dejar de venir aquí para venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para todos mis hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular para los enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los abandonados. Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos escuchen los hombres, y dirijámonos a los hombres, con la certeza de que Dios nos ayuda.
En efecto, él nos ha creado como una esperanza para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida.
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el mundo centinelas que sepan contemplar el verdadero rostro de Jesús Salvador, que brilla en la Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios y rica de amor.