“Jesús nos invita a ser un reflejo de su luz, a través del testimonio de las obras buenas. ¡Y cuánto tiene necesidad el mundo de la luz del Evangelio que transforma, cura y garantiza la salvación a quien lo recibe!”, ha dicho el Papa Francisco a los fieles y peregrinos presentes en la Plaza de San Pedro reunidos esta mañana para rezar el Ángelus. Un domingo que en el que en Italia se celebra la Jornada Mundial por la Vida, en esta ocasión con el tema “Mujeres y Hombres por la vida en la huella de Santa Teresa de Calcuta”, informa Radio Vaticana.
En sus palabras antes del rezo dominical, el Santo Padre reflexionó sobre el llamado “Sermón de la montaña”, que la liturgia toma del Evangelio de San Mateo. El Papa puso de manifiesto las palabras de Jesús que describen la misión de sus discípulos de todos los tiempos, a través de las metáforas de la sal y de la luz.
“Cada uno de nosotros está llamado a ser luz y sal en el propio ambiente de la vida cotidiana, perseverando en la tarea de regenerar la realidad humana en el espíritu del Evangelio y en la perspectiva de Reino de Dios. Sal, para dar sabor a la vida con la fe y el amor que Cristo nos ha dado y luz, para iluminar el mundo”, explicó el Pontífice, invitándonos a invocar siempre la protección de María Santísima, “primera discípula de Jesús y modelo de los creyentes que viven cada día en la historia su vocación y misión”.
"Nuestra Madre, nos ayude a dejarnos siempre purificar e iluminar por el Señor, para transformarnos también en sal de la tierra y luz del mundo", concluyó Francisco.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estos domingos la liturgia nos propone el así llamado Discurso de la montaña, en el Evangelio de Mateo. Después de haber presentado, el domingo pasado, las Bienaventuranzas, hoy pone en evidencia las palabras de Jesús que describen la misión de sus discípulos en el mundo (cfr. Mt 5,1316). Él utiliza las metáforas de la sal y de la luz, y sus palabras están dirigidas a los discípulos de todo tiempo, por lo tanto, también a nosotros.
Jesús nos invita a ser un reflejo de su luz, a través del testimonio de las obras buenas. Y dice: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”. (Mt 5,16). Estas palabras subrayan que nosotros somos reconocibles como verdaderos discípulos de Aquél que es Luz del mundo, no en las palabras, sino por nuestras obras. En efecto, es sobre todo nuestro comportamiento que - en el bien y en el mal – deja un signo en los demás. Por lo tanto, tenemos una tarea y una responsabilidad por el don recibido: la luz de la fe, que está en nosotros por medio de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, no debemos retenerla como si fuera de nuestra propiedad. En cambio, estamos llamados a hacerla resplandecer en el mundo, a donarla a los demás mediante las obras buenas. ¡Y cuánto tiene necesidad el mundo de la luz del Evangelio que transforma, cura y garantiza la salvación a quien lo recibe! Pero esta luz nosotros debemos llevarla con nuestras obras buenas.
La luz de nuestra fe, donándose, no se apaga sino que se refuerza. En cambio puede debilitarse si no la alimentamos con el amor y con las obras de caridad. Así la imagen de la luz se encuentra con aquella de la sal. En efecto, la página evangélica nos dice que, como discípulos de Cristo somos también “sal de la tierra” (v. 13). La sal es un elemento que mientras da sabor, preserva el alimento de la alteración y de la corrupción – ¡en los tiempos de Jesús no había heladeras! Por lo tanto, la misión de los cristianos en la sociedad es aquella de dar “sabor” a la vida con la fe y el amor que Cristo nos ha donado y, al mismo tiempo, mantener lejos los gérmenes contaminantes del egoísmo, de la envidia, de la maledicencia, y demás. Estos gérmenes arruinan el tejido de nuestras comunidades, que deben en cambio resplandecer como lugares de acogida, de solidaridad y de reconciliación. Para cumplir esta misión es necesario que nosotros mismos, en primer lugar, seamos liberados de la degeneración corruptiva de los influjos mundanos, contrarios a Cristo y al Evangelio; y esta purificación no termina nunca, debe ser realizada continuamente, hay que hacerla todos los días.
Cada uno de nosotros está llamado a ser luz y sal en el proprio ambiente de la vida cotidiana, perseverando en la tarea de regenerar la realidad humana en el espíritu del Evangelio y en la perspectiva de Reino de Dios. Que nos sea siempre de ayuda la protección de María Santísima, primera discípula de Jesús y modelo de los creyentes que viven cada día en la historia, su vocación y misión. Nuestra Madre, nos ayude a dejarnos siempre purificar e iluminar por el Señor, para transformarnos también en “sal de la tierra” y “luz del mundo”.
(Traducción del italiano: María Cecilia Mutual, Radio Vaticano)