Este miércoles por la mañana, la meditación de la habitual catequesis del Papa de cada miércoles en la audiencia pública se ha centrado, como en ocasiones anteriores, en otra de las obras de misericordia: “dar de comer a los hambrientos. Dar de beber a los sedientos”.
El Papa aseguró que la pobreza en abstracto no nos interpela, sólo nos hace pensar. Pero cuando uno ve la pobreza en la carne un hombre, de una mujer, de un niño, ¡esto sí nos interpela! Y por eso, se ha creado para huir de los necesitados, para maquillar un poco esta realidad de los necesitados, una cierta moda que permite evitar esta realidad y evitar la cercanía cuando uno lo encuentra.
En el resumen hecho en español, el Santo Padre, haciendo referencia al Evangelio leído al inicio de la audiencia, ha explicado que “como hemos escuchado en la Carta de Santiago” hay situaciones de necesidad entre nosotros “que requieren una respuesta inmediata y urgente”. En concreto ha indicado “dar de comer al hambriento”, y “dar de beber al sediento” ambas son “obras de misericordia corporales”.
Asimismo, el Pontífice ha observado que “es muy dura la experiencia del hambre y la sed”, y desgraciadamente “es una realidad actual y cercana a nosotros”. Cada día –ha aseverado– encontramos personas que sufren estos males y necesitan nuestra ayuda.
Por otro lado, el Santo Padre ha indicado que “Jesús nos enseña a responder a estas necesidades con su ejemplo”, y nos recuerda que “Él es el pan de vida” y “quien tenga sed venga mí”.
Él –ha precisado– mandó a sus discípulos que dieran de comer a la multitud, pero ellos sólo tenían cinco panes y dos peces. Tal y como ha recordado “Jesús pronunció sobre estos la bendición y los partió, y al distribuirlos, todos quedaron saciados”. Por eso, el Papa ha subrayado que “su ejemplo nos interpela y nos anima a reconocer que cuando damos nuestro poco al hermano necesitado se hace presente la ternura y la misericordia de Dios”.
A continuación, el Santo Padre ha saludado cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Así, les ha invitado a “salir al encuentro de las necesidades más básicas de los que encuentren a su camino, dando lo poco que tienen”.
Dios, a su vez, “les corresponderá con su gracia y los colmará de una auténtica alegría”, ha asegurado. Después de los saludos en las distintas lenguas, el Santo Padre ha dirigido unas palabras a los jóvenes, los enfermos y los recién casados. En este punto, ha recordado que hoy la liturgia hace memoria de san Pablo de la Cruz, sacerdote fundador de los pasionistas. Por eso, ha deseado para los jóvenes que “la meditación de la Pasión de Jesús” les enseñe la grandeza de su amor por nosotros.
A los enfermos les ha invitado a llevar su cruz en unión con Cristo “para tener alivio” en el momento de la prueba. Y finalmente, a los recién casados, les ha exhortado a dedicar tiempo a la oración, para que la vida conyugal sea un camino de perfección cristiana.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Una de las consecuencias del llamado “bienestar” es aquella de llevar a las personas a encerrarse en sí mismas, haciéndolas insensibles a las exigencias de los demás. Se hace de todo para ilusionarlas presentándoles modelos de vida efímeros, que desaparecen después de algunos años, como si nuestra vida fuera una moda a seguir y cambiar en cada estación. No es así.
La realidad debe ser acogida y afrontada por aquello que es, y muchas veces nos presenta situaciones de urgente necesidad. Es por esto que, entre las obras de misericordia, se encuentra el llamado al hambre y a la sed: dar de comer al hambriento – existen muchos hoy, ¡eh! – y de beber al sediento. Cuantas veces los medios de comunicación nos informan de poblaciones que sufren la falta de alimentos y de agua, con graves consecuencias especialmente para los niños.
Ante estas noticias y especialmente ante ciertas imágenes, la opinión pública se siente afectada y de vez en cuando se inician campañas de ayuda para estimular a la solidaridad. Las donaciones se hacen generosas y de este modo se puede contribuir a aliviar el sufrimiento de muchos. Esta forma de caridad es importante, pero tal vez no nos involucra directamente.
En cambio cuando, caminando por la calle, encontramos a una persona en necesidad, o quizás un pobre viene a tocar a la puerta de nuestra casa, es muy distinto, porque no estamos más ante una imagen, sino somos involucrados en primera persona. No existe más alguna distancia entre él o ella y yo, y me siento interpelado. La pobreza en abstracto no nos interpela, pero nos hace pensar, nos hace acusar; pero cuando tú ves la pobreza en la carne de un hombre, de una mujer, de un niño, ¡esto sí que nos interpela!
Y por esto, esa costumbre que nosotros tenemos de huir de la necesidad, de no acercarnos o enmascarar un poco la realidad de los necesitados con las costumbres de la moda. Así nos alejamos de esta realidad. No hay más alguna distancia entre el pobre y yo cuando lo encuentro. En estos casos, ¿Cuál es mi reacción? ¿Dirijo la mirada a otro lugar y paso adelante? O ¿Me detengo a hablar y me intereso de su estado? Y si tú haces esto no faltara alguno que diga: “¡Pero este está loco al hablar con un pobre!”
¿Veo si puedo acoger de alguna manera a aquella persona o busco de librarme lo más antes posible? Pero tal vez ella pide solo lo necesario: algo de comer y de beber. Pensemos un momento: cuantas veces recitamos el “Padre Nuestro”, es más, no damos verdaderamente atención a aquellas palabras. “Danos hoy nuestro pan de cada día”.
En la Biblia, un Salmo dice que Dios es aquel que «da el alimento a todos los vivientes» (136,25). La experiencia del hambre es dura. Lo sabe quién ha vivido periodos de guerra o carestía. Sin embargo esta experiencia se repite cada día y convive junto a la abundancia y al derroche.
Son siempre actuales las palabras del apóstol Santiago: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: “Vayan en paz, caliéntense y coman”, y no les da lo que necesitan para su cuerpo?
Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta» (2,1417): es incapaz de hacer obras, de hacer caridad, de dar amor. Hay siempre alguien que tiene hambre y sed y tiene necesidad de mí. No puedo delegar a ningún otro. Este pobre necesita de mí, de mi ayuda, de mi palabra, de mi empeño. Estamos todos comprometidos en esto.
Lo es también la enseñanza de aquella página del Evangelio en el cual Jesús, viendo a tanta gente que desde algunas horas lo seguía, pide a sus discípulos: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?» (Jn 6,5). Y los discípulos responden: “Es imposible, es mejor que los despidas…”. En cambio Jesús les dice a ellos: “No. Denles de comer ustedes mismos” (Cfr. Mt 14,16). Se hace dar los pocos panes y peces que tenían consigo, los bendijo, los partió y los hizo distribuir a todos. Es una lección muy importante para nosotros. Nos dice que lo poco que tenemos, si lo ponemos en las manos de Jesús y lo compartimos con fe, se convierte en una riqueza superabundante.
El Papa Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in veritate, afirma: «Dar de comer a los hambrientos es un imperativo ético para la Iglesia universal. […] El derecho a la alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir otros derechos. […] Por tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que considere la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones» (n. 27). No olvidemos las palabras de Jesús: «Yo soy el pan de Vida» (Jn 6,35) y «El que tenga sed, venga a mí» (Jn 7,37). Son para todos nosotros creyentes una provocación estas palabras, una provocación a reconocer que, a través del dar de comer al hambriento y el dar de beber al sediento, pasa nuestra relación con Dios, un Dios que ha revelado en Jesús su rostro de misericordia.