El Papa Francisco ha presidido este domingo en la Basílica de San Pedro la Eucaristía de Pentecostés, una celebración en que el hombre restablece su relación con Dios destruida por el pecado. Rocío Lancho recoge en Zenit la homilía del Santo Padre:
El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído. Así lo ha asegurado el papa Francisco, en la homilía de la misa de Pentecostés, celebrada en la Basílica de San Pedro. El Santo Padre ha recordado que la misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: “restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado”; “apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos”. Y así, ha asegurado que “la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo”.
Francisco ha subrayado que la condición de hijos es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo, que fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido.
Así, de la muerte de Jesús en la cruz, “ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia”. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración –ha añadido– renace a la plenitud de la vida filial.
Por otro lado, el Pontífice ha observado que en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos. De este modo ha hablado de “la soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial”, “esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía”, “ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar”, “esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte” o “esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre”.
Las palabras de Jesús en la fiesta de Pentecostés, “no os dejaré huérfanos”, hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. Al respecto, el Papa ha indicado que “la Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo.” Es la Madre de la Iglesia, ha recordado.
Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús –ha explicado Francisco– el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio de Jesús “podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso”. Y esto hace que todo cambie, ha asegurado.
Finalmente, el Santo Padre ha observado que “podemos mirarnos como hermanos”, y nuestras diferencias harán que “se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad”.
La misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos.
He aquí la relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.
También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.