El Papa Francisco celebró este viernes por la tarde la Misa por la Solemnidad de la Natividad del Señor en la Basílica de San Pedro de Vaticano. El culto se inició a las siete y media (hora de Roma) con el tradicional canto de las calendas en latín, que proclaman el deseo del mundo de que llegue el Salvador.
Al finalizar este canto, el Papa destapó la imagen del Niño Jesús ante el altar. Ese gesto da inicio de forma simbólica al tiempo de Navidad, que se extiende hasta la fiesta del Bautismo del Señor, que es el domingo después del día de Reyes.
Aunque en Italia se han reforzado mucho las medidas para restringir la expansión de la variante ómicron del coronavirus, en esta celebración se ha permitido la asistencia de 1.500 personas, con mascarillas, hidrogeles y manteniendo distancias (la basílica tiene capacidad para 20.000), a diferencia de las Navidades de 2020, en que sólo algunas pocas personas asistieron a la celebración.
El Papa Francisco centró su homilía en la señal que dio Dios a los pastores: "un niño en la dura pobreza de un pesebre. No hay más luces, ni resplandores, ni coros de ángeles. Sólo un niño. Nada más, como había preanunciado Isaías: ‘Un niño nos ha nacido’”. Es decir, “allí está Dios, en la pequeñez. Y este es el mensaje: Dios no cabalga en la grandeza, sino que desciende en la pequeñez”.
El Pontífice invitó a los fieles a mirar el belén e ir más allá de los adornos y las luces, y contemplar a Dios en su pequeñez; porque “Él, que ha hecho el sol, necesita ser arropado”. “El Creador del mundo no tiene hogar. Hoy todo se invierte: Dios viene al mundo pequeño. Su grandeza se ofrece en la pequeñez”, afirmó.
"Él se hace pequeño a los ojos del mundo y nosotros seguimos buscando la grandeza según el mundo, quizá incluso en nombre suyo (…). Jesús nace para servir y nosotros pasamos los años persiguiendo el éxito. Dios no busca fuerza y poder, pide ternura y pequeñez interior”, advirtió.
Acoger esta pequeñez implica ver que Dios quiere “habitar las realidades cotidianas” y realizar cosas extraordinarias. Si Jesús “está ahí con nosotros, ¿qué nos falta? Entonces, dejemos atrás los lamentos por la grandeza que no tenemos. Renunciemos a las quejas y a las caras largas, a la ambición que deja insatisfechos”.
“Esta noche te dice: ‘Te amo tal como eres. Tu pequeñez no me asusta, tus fragilidades no me inquietan. Me hice pequeño por ti. Para ser tu Dios me convertí en tu hermano. Hermano amado, hermana amada, no me tengas miedo, vuelve a encontrar tu grandeza en mí. Estoy aquí para ti y sólo te pido que confíes en mí y me abras el corazón’”, aseguró.
Recordó también que los pastores "estaban allí para trabajar, porque eran pobres y su vida no tenía horarios, sino que dependía de los rebaños". Jesús nace "cerca de los olvidados de las periferias. Viene donde la dignidad del hombre es puesta a prueba”. El Papa exhortó a "dar dignidad al trabajo del hombre, porque el hombre es señor y no esclavo del trabajo. En el día de la Vida repitamos: ¡No más muertes en el trabajo! Y esforcémonos por lograrlo”, expresó.
Pero en Belén también estarán los magos con sus regalos. "En torno a Jesús, todo vuelve a la unidad: no están sólo los últimos, los pastores, sino también los eruditos y los ricos, los magos. En Belén están juntos los pobres y los ricos; los que adoran, como los magos, y los que trabajan, como los pastores”.
En ese contexto pidió a los cristianos que, “como Iglesia sinodal, en camino, vayamos a Belén, donde Dios está en el hombre y el hombre en Dios”.
Al terminar la misa, el Papa Francisco se detuvo a rezar un momento ante la escultura de la Virgen María. Después tomó al Niño Jesús y, acompañado de numerosos niños de distintos países, lo llevó al belén instalado en el interior de la Basílica. Después de incensar el belén, el Papa Francisco se retiró del templo.
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Homilía completa del Papa Francisco en la Nochebuena de 2021
Solemnidad de la Natividad del Señor
En la noche resplandece una luz. Un ángel aparece, la gloria del Señor envuelve a los pastores y finalmente llega el anuncio esperado durante siglos: «Hoy […] les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Pero lo que agrega el ángel es sorprendente. Indica a los pastores cómo encontrar a Dios que ha venido a la tierra: «Y esta será la señal para ustedes: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (v. 12). Este es el signo: un niño. Eso es todo: un niño en la dura pobreza de un pesebre. No hay más luces, ni resplandores, ni coros de ángeles. Sólo un niño. Nada más, como había preanunciado Isaías: «Un niño nos ha nacido» (Is 9,5).
El Evangelio insiste en este contraste. Narra el nacimiento de Jesús a partir de César Augusto, que ordenó realizar un censo del mundo entero. Muestra al primer emperador en su grandeza. Pero, inmediatamente después, nos lleva a Belén, donde no hay nada grande, sólo un niño pobre envuelto en pañales, con unos pastores a su alrededor. Allí está Dios, en la pequeñez. Y este es el mensaje: Dios no cabalga en la grandeza, sino que desciende en la pequeñez. La pequeñez es el camino que eligió para llegar a nosotros, para tocarnos el corazón, para salvarnos y reconducirnos hacia lo que es realmente importante.
Hermanos, hermanas, deteniéndonos ante el belén miremos el centro; vayamos más allá de las luces y los adornos y contemplemos al Niño. En su pequeñez es Dios. Reconozcámoslo: “Niño, Tú eres Dios, Dios-niño”. Dejémonos atravesar por este asombro escandaloso. Aquel que abraza al universo necesita que lo sostengan en brazos. Él, que ha hecho el sol, necesita ser arropado. La ternura en persona necesita ser mimada. El amor infinito tiene un corazón minúsculo, que emite ligeros latidos. La Palabra eterna es infante, es decir, incapaz de hablar. El Pan de vida debe ser alimentado. El creador del mundo no tiene hogar. Hoy todo se invierte: Dios viene al mundo pequeño. Su grandeza se ofrece en la pequeñez.
Y nosotros, preguntémonos, ¿sabemos acoger este camino de Dios? Es el desafío de Navidad: Dios se revela, pero los hombres no lo entienden. Él se hace pequeño a los ojos del mundo y nosotros seguimos buscando la grandeza según el mundo, quizá incluso en nombre suyo. Dios se abaja y nosotros queremos subir al pedestal. El Altísimo indica la humildad y nosotros pretendemos brillar. Dios va en busca de los pastores, de los invisibles; nosotros buscamos visibilidad. Jesús nace para servir y nosotros pasamos los años persiguiendo el éxito. Dios no busca fuerza y poder, pide ternura y pequeñez interior.
Esto es lo que podemos pedir a Jesús para Navidad: la gracia de la pequeñez. “Señor, enséñanos a amar la pequeñez. Ayúdanos a comprender que es el camino para la verdadera grandeza”. Pero, ¿qué quiere decir, concretamente, acoger la pequeñez? En primer lugar, creer que Dios quiere venir en las pequeñas cosas de nuestra vida, quiere habitar las realidades cotidianas, los gestos sencillos que realizamos en casa, en la familia, en la escuela, en el trabajo. Quiere realizar, en nuestra vida ordinaria, cosas extraordinarias. Es un mensaje de gran esperanza: Jesús nos invita a valorar y redescubrir las pequeñas cosas de la vida. Si Él está ahí con nosotros, ¿qué nos falta? Entonces, dejemos atrás los lamentos por la grandeza que no tenemos. Renunciemos a las quejas y a las caras largas, a la ambición que deja insatisfechos.
Pero aún hay más. Jesús no quiere venir sólo a las cosas pequeñas de nuestra vida, sino también a nuestra pequeñez: cuando nos sentimos débiles, frágiles, incapaces, incluso fracasados. Hermana, hermano, si, como en Belén, la oscuridad de la noche te rodea, si adviertes a tu alrededor una fría indiferencia, si las heridas que llevas dentro te gritan: “Cuentas poco, no vales nada, nunca serás amado como anhelas”, esta noche Dios responde. Esta noche te dice: “Te amo tal como eres. Tu pequeñez no me asusta, tus fragilidades no me inquietan. Me hice pequeño por ti. Para ser tu Dios me convertí en tu hermano. Hermano amado, hermana amada, no me tengas miedo, vuelve a encontrar tu grandeza en mí. Estoy aquí para ti y sólo te pido que confíes en mí y me abras el corazón”.
Acoger la pequeñez también significa abrazar a Jesús en los pequeños de hoy; es decir, amarlo en los últimos, servirlo en los pobres. Ellos son los que más se parecen a Jesús, que nació pobre. Es en ellos que Él quiere ser honrado. Que en esta noche de amor nos invada un único temor: herir el amor de Dios, herirlo despreciando a los pobres con nuestra indiferencia. Son los predilectos de Jesús, que nos recibirán un día en el cielo. Una poetisa escribió: «Quien no ha encontrado el Cielo aquí abajo, difícilmente lo encontrará allá arriba» (E. DICKINSON, Poemas, P96- 17). No perdamos de vista el Cielo, cuidemos a Jesús ahora, acariciándolo en los necesitados, porque se identificó en ellos.
Miremos otra vez el nacimiento y observemos que Jesús al nacer está rodeado precisamente de los pequeños, de los pobres. ¿Quiénes son? Los pastores. Eran los más humildes y fueron los que estuvieron más cerca del Señor. Lo encontraron porque «pasaban la noche en el campo cuidando sus rebaños y vigilando por turnos» (Lc 2,8). Estaban allí para trabajar, porque eran pobres y su vida no tenía horarios, sino que dependía de los rebaños. No podían vivir como y donde querían, sino que se regían en base a las exigencias de las ovejas que cuidaban.
Y Jesús nace allí, cerca de ellos, cerca de los olvidados de las periferias. Viene donde la dignidad del hombre es puesta a prueba. Viene a ennoblecer a los excluidos y se revela sobre todo a ellos; no a personajes cultos e importantes, sino a gente pobre que trabajaba. Esta noche, Dios viene a colmar de dignidad la dureza del trabajo. Nos recuerda qué importante es dar dignidad al hombre con el trabajo, pero también dar dignidad al trabajo del hombre, porque el hombre es señor y no esclavo del trabajo. En el día de la Vida repitamos: ¡No más muertes en el trabajo! Y esforcémonos por lograrlo.
Contemplemos una vez más el pesebre, dirigiendo la mirada hacia donde se divisan los magos, que peregrinan para adorar al Señor. Miremos y comprendamos que en torno a Jesús todo vuelve a la unidad: no están sólo los últimos, los pastores, sino también los eruditos y los ricos, los magos. En Belén están juntos los pobres y los ricos; los que adoran, como los magos, y los que trabajan, como los pastores. Todo se recompone cuando en el centro está Jesús; no nuestras ideas sobre Jesús, sino Él, el Viviente.
Entonces, queridos hermanos y hermanas, volvamos a Belén, volvamos a los orígenes: a lo esencial de la fe, al primer amor, a la adoración y a la caridad. Contemplemos a los magos que peregrinan y como Iglesia sinodal, en camino, vayamos a Belén, donde Dios está en el hombre y el hombre en Dios; donde el Señor está al centro y es adorado; donde los últimos ocupan el lugar más cercano a Él; donde los pastores y los magos están juntos en una fraternidad más fuerte que cualquier clasificación. Que Dios nos conceda ser una Iglesia adoradora, pobre y fraterna. Esto es lo esencial. Volvamos a Belén.
Nos hace bien ir allí, dóciles al Evangelio de Navidad que presenta a la Sagrada Familia, a los pastores y a los magos: toda gente en camino. Hermanos, hermanas, pongámonos en camino, porque la vida es una peregrinación. Levantémonos, volvamos a despertar porque en esta noche ha brillado una luz. Es una luz amable y nos recuerda que en nuestra pequeñez somos hijos amados, hijos de la luz (cf. 1 Ts 5,5). Alegrémonos juntos, porque nadie podrá apagar nunca esta luz, la luz de Jesús, que desde esta noche resplandece en el mundo.