En la solemnidad de la Santísima Trinidad, el Papa aprovechó el rezo del Ángelus este domingo en la Plaza de San Pedro para recordar dos ideas fundamentales: que Dios es amor y comunión y que eso se expresa a la perfección en la señal de la Cruz que hacemos al santiguarnos.
Descubriendo el interior de Dios
En el diálogo con Nicodemo que se lee en el Evangelio del día, Jesús recuerda a este miembro justo del sanedrín que “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
“El Hijo nos habla del Padre y de su amor inmenso”, señaló Francisco: “Padre e hijo. Es una imagen familiar, que sacude nuestro imaginario sobre Dios. La propia palabra 'Dios' nos sugiere una realidad singular, majestuosa, distante. Mientras que oír hablar de un padre y un hijo nos evoca el hogar".
De modo que ahora sí podemos pensar en Dios como en "una familia reunida en torno a la mesa, donde se comparte la vida". La mesa, el altar, es así una "figura de la Trinidad, una imagen que nos habla de un Dios-comunión: Padre, Hijo y Espíritu Santo".
Éste es el aspecto que presentaba la Plaza de San Pedro este domingo para rezar el Ángelus junto al Papa.
Pero esta comunión, continuó el pontífice, "no es solo una imagen, es una realidad, porque el Espíritu Santo que el Padre, mediante Jesús, ha insuflado en nuestro corazón, nos hace gustar, saborear la presencia de Dios, siempre cercana, compasiva y tierna".
La Señal de la Cruz
Es una invitación, explicó el Papa, "a estar en la mesa con Dios y compartir su amor, como sucede en cualquier mesa", y también "en el altar de la mesa eucarística, donde Jesús se ofrece al Padre por nosotros".
Una forma de recordar que "nuestro Dios es comunión de amor", proclamó Francisco, es "con el gesto más sencillo, que aprendimos siendo niños, la señal de la Cruz".
Santiguándonos, trazando la Cruz sobre nuestro cuerpo, "recordamos cuánto nos ha amado Dios, hasta dar la vida por nosotros", y que ese amor abarca de arriba abajo, de izquierda a derecha, "como un abrazo que no nos abandona nunca". Francisco invitó en este momento a todos los presentes a santiguarse en silencio, lo que él mismo hizo.
Un gesto que nos obliga a preguntarnos si somos "testigos del Dios-amor, o si Dios-amor se ha convertido en un concepto ya escuchado que no impulsa ni mueve a la vida": "Nuestras comunidades saben amar, sabemos amar en familia, tengamos la puerta siempre abierta, sepamos acoger a todos", subrayando, dijo, el "todos". Ofreciendo a todos "el perdón de Dios y la alegría evangélica. ¿Se respira un aire de hogar o nos parecemos a una oficina o a un lugar reservado donde solo entran los elegidos?", concluyó.