El Papa Francisco ha dedicado una vez más su catequesis de la audiencia del miércoles a su ciclo sobre el Espíritu Santo. También ha animado a todos a insistir en la oración por la paz, apartándose del texto que llevaba escrito. "No olvidemos a los países en guerra. No olvidemos la atormentada Ucrania, Palestina, Israel, Myanmar...", dijo en italiano.
En sus saludos en polaco, el Papa Francisco recordó al beato sacerdote Jerzy Popieluszko, que fue martirizado por los servicios secretos comunistas de Polonia hace 40 años, en octubre de 2024. La dictadura polaca había sido relativamente benigna con el clero, encarcelando y acosando a muchos pero sin matar sacerdotes, como sí se hacía en otras dictaduras de Europa del Este. Por eso, y por su tirón entre los jóvenes, el asesinato de Popieluszko llamó la atención de todo el país. Su figura se recuerda estos días en un congreso en Roma.
"Que este Beato, que enseñó a vencer el mal con el bien, os apoye en la construcción de la unidad en el espíritu de la verdad y del respeto de la dignidad de la persona humana", proclamó el Pontífice.
(Lea más sobre Jerzy Popieluszko aquí).
El Papa también saludó a los participantes en la Convención Mundial de Radio María, llegados de distintos países. Les animó a "difundir los valores de la fraternidad y de la solidaridad, haciéndose eco de la vida de la Iglesia". Y recordó que el jueves 17 de octubre se celebra a San Ignacio de Antioquía, "pastor ardiente de amor por Cristo", obispo mártir del siglo II. "Que su ejemplo ayude a todos a redescubrir la alegría de ser cristianos", dijo.
La acción del Espíritu Santo
En su catequesis sobre el Espíritu Santo, el Papa ha empezado explicando que "la fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan en la tierra".
El Espíritu Santo es especialmente importante por ser vivificador, el que da vida. Al principio, en la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida natural; de una estatua de barro, lo convierte en «un ser viviente. Hoy, en la nueva creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, vida sobrenatural, de hijos de Dios. La gran noticia es que "la vida que nos da el Espíritu Santo es la vida eterna".
Recorriendo el camino de los creyentes, el Papa subrayó que a lo largo de los siglos fue la experiencia «de la acción santificadora y divinizadora del Espíritu Santo la que llevó a la Iglesia» a comprender -como se explicitó entonces «en el Concilio Ecuménico de Constantinopla en 381»- «la plena divinidad del Espíritu Santo», que el Espíritu Santo «es Señor y da la vida, y procede del Padre. Con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y ha hablado por los profetas». Con esas palabras, el Credo señala que el Espíritu Santo «comparte el “Señorío” de Dios, que pertenece al mundo del Creador, no al de las criaturas». San Basilio el Grande insistió en que al Espíritu Santo «se le debe la misma gloria y adoración que al Padre y al Hijo» y que «el Espíritu Santo es Señor, es Dios».
Sobre el Filioque (el añadido latino de que el Espíritu procede del Padre "y del Hijo") el Papa considera que en diálogo entre las Iglesias de Oriente y Occidente se ha ha "perdido la dureza del pasado" y cabe esperar que se acepten las “diferencias reconciliadas”, dijo el Papa.
"Me gusta decir esto: «diferencias reconciliadas». Entre cristianos hay muchas diferencias: éste es de esta escuela, el otro; éste es protestante, aquél... Lo importante es que estas diferencias se reconcilien, en el amor de caminar juntos", añadió.
Vídeo completo de la catequesis del Papa Francisco sobre el Espíritu Santo y la audiencia pública:
***
Catequesis completa del Papa Francisco sobre el Espíritu Santo
Queridos hermanos, con la catequesis de hoy pasamos de lo que se nos ha revelado sobre el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras a cómo está presente y actúa en la vida de la Iglesia. El Espíritu Santo está presente y actúa en nuestra vida cristiana.
En los tres primeros siglos, la Iglesia no sintió la necesidad de dar una formulación explícita de su fe en el Espíritu Santo. En el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Credo de los Apóstoles, tras proclamar: «Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, que nació, murió, descendió a los infiernos, resucitó y subió a los cielos», se añade: «[Creo] en el Espíritu Santo», sin ninguna especificación.
Fue la herejía la que impulsó a la Iglesia a especificar esta fe. Cuando comenzó este proceso -con San Atanasio, en el siglo IV- fue la experiencia vivida por la Iglesia de la acción santificadora y divinizadora del Espíritu Santo la que la condujo a la certeza de su plena divinidad. Esto ocurrió en el Concilio Ecuménico de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo con estas conocidas palabras que aún hoy repetimos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre [y del Hijo], que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas».
Decir que el Espíritu Santo es “Señor” era como decir que comparte el «señorío» de Dios, que pertenece al mundo del Creador, no al de las criaturas. La afirmación más fuerte es que se le debe la misma gloria y adoración que al Padre y al Hijo. Es el argumento de la igualdad en el honor, muy querido por San Basilio el Grande, que fue el principal artífice de esa fórmula. El Espíritu Santo es Señor.
La definición conciliar no fue un punto de llegada, sino de partida. Y, de hecho, una vez superadas las razones históricas que habían impedido una afirmación más explícita de la divinidad del Espíritu Santo, ésta se proclamaría tranquilamente en el culto de la Iglesia y en su teología. Ya San Gregorio Nacianceno, tras ese Concilio, afirmará sin más reparos: «¿Es entonces Dios el Espíritu Santo? Ciertamente. ¿Es Él consustancial? Sí, si es Dios verdadero» (Oratio 31, 5.10).
¿Qué nos dice a nosotros, los creyentes de hoy, el artículo de fe que proclamamos cada domingo en la Misa? En el pasado, nos ocupaba principalmente la afirmación de que el Espíritu Santo «procede del Padre». La Iglesia latina pronto completó esta afirmación añadiendo, en el Credo de la Misa, que el Espíritu Santo procede «también del Hijo». Dado que en latín la expresión «y del Hijo» se dice «Filioque», esto dio lugar a la disputa conocida con este nombre, que fue el motivo (o el pretexto) de muchas disputas y divisiones entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Ciertamente, no es el caso de tratar aquí esta cuestión, que, por otra parte, en el clima de diálogo establecido entre las dos Iglesias, ha perdido la dureza del pasado y permite esperar una plena aceptación mutua, como una de las principales «diferencias reconciliadas».
A mí me gusta decir esto: diferencias reconciliadas. Entre los cristianos hay tantas diferencias porque este es de esta escuela, este es de la otra escuela, este es protestante… Pero lo importante es que todas estas diferencias sean reconciliadas en el amor de caminar juntos.
Superado este escollo, hoy podemos valorar la prerrogativa más importante para nosotros que se proclama en el artículo del Credo, es decir, que el Espíritu Santo es 'vivificador', es decir, da la vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al principio, en la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida natural; de una estatua de barro, lo convierte en «un ser viviente" (cf. Gn 2,7). Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, vida sobrenatural, de hijos de Dios. Pablo puede exclamar: «La ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2).
¿Dónde está, en todo esto, la noticia grande y consoladora para nosotros? En que la vida que nos da el Espíritu Santo es la vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan soberanas en la tierra. Nos lo asegura otra palabra del Apóstol: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en ustedes» (Rom 8,11). El Espíritu habita en nosotros, está dentro de nosotros.
Cultivemos esta fe también por aquellos que, a menudo sin culpa propia, se ven privados de ella y no pueden dar sentido a la vida. ¡Y no nos olvidemos de dar gracias a Aquel que, con su muerte, nos obtuvo este don inestimable!