LA PRÁCTICA DE LA HUMILDAD (IV)

XL

Cuando oigas que difaman a tu prójimo, siente un verdadero dolor, y busca una excusa para el maledicente; pero tienes que salir en defensa de la persona que es blanco de la murmuración, y con tal destreza, que tu defensa no se convierta en una segunda acusación; así, ora insinuarás sus cualidades, ora pondrás de relieve la estima que merece a los otros y a tí mismo, ora cambiarás hábilmente de conversación o harás ostensible tu desagrado. Obrando de esta manera, harás un gran bien a tí mismo, al maledicente, a los oyentes y a aquel de quien se habla. Mas si tú, sin hacerte la más mínima violencia, te complaces en ver a tu prójimo humillado y te disgustas cuando lo ensalzan, ¡cuánto te falta todavía para alcanzar el tesoro incomparable de la humildad!

XLI

No habiendo cosa más provechosa para el progreso espiritual que el ser advertido de los propios defectos, es muy conveniente y necesario que los que te hayan hecho alguna vez esta caridad se sientan estimulados por tí a hacértela en cualquier ocasión. Luego que hayas recibido con muestras de alegría y de reconocimiento sus advertencias, imponte como un deber el seguirlas, no sólo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también para hacerles ver que no han sido vanos sus desvelos y que tienes en mucho su benevolencia. El soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia; el verdadero humilde tiene a honra someterse a todos por amor de Dios, y observa los sabios consejos que recibe como venidos de Dios mismo, cualquiera que sea el instrumento de que Él se haya servido.

XLII

Abandónate por completo en las manos de Dios y sigue las disposiciones de su amable Providencia, como un hijo cariñoso se abandona en los brazos de su amado padre. Déjale hacer lo que Él quiera, sin turbarte e inquietarte por lo que pueda suceder; acepta con alegría, con confianza y con respeto todo lo que de Él venga. Obrar de otro modo sería una ingratitud hacia la bondad de su corazón, sería desconfiar de Él. La humildad nos abisma de manera infinita bajo el ser infinito de Dios; pero al mismo tiempo nos enseña que en Dios está toda nuestra fortaleza y todo nuestro consuelo.

XLIII

Es evidente que sin Dios no puedes hacer nada bueno, que sin Él caerías a cada paso, y la mínima tentación te vencería; reconoce tu debilidad e impotencia para practicar el bien, y no olvides que en todas tus acciones necesitas siempre del concurso divino. Que la consideración de estas verdades te mantenga inseparablemente unido a Él, como un niño que no conociendo otro refugio se aprieta contra el seno de su madre. Repite con el Profeta: Si el Señor no me hubiera ayudado, mi alma habitaría en la región del silencio , y: mírame y apiádate de mí, porque estoy solo y desvalido ; oh Dios, ven en mi auxilio, apresúrate a ayudarme. No dejes nunca de dar gracias a Dios con todo tu corazón, y dale gracias, sobre todo, por los cuidados de que te rodea, y pídele en todo momento que no te falte la ayuda que sólo Él te puede dar.

XLIV

Acude a la oración persuadido de tu indignidad y bajeza y lleno de un temor sagrado por la presencia de la suprema Majestad, cuya protección te atreves a implorar. ¿Hablaré a mi Señor yo que soy polvo y ceniza? Si recibes algún favor extraordinario, júzgate indigno de él, y piensa que Dios te lo ha concedido por su largueza y misericordia. No te complazcas vanamente atribuyéndolo a tus méritos. Si no recibes ningún don señalado, no te muestres descontento; considera que te queda mucho por hacer para merecerlo, y que Dios tiene harta bondad y paciencia permitiendo que estés a sus pies; como el mendigo que permanece durante horas enteras a la puerta del rico para alcanzar una pequeña limosna que remedie su miseria.

XLV

Da gloria a Dios por el feliz éxito de los asuntos que te han sido encomendados, y no te atribuyas a tí mismo más que los fallos que haya habido; sólo éstos te pertenecen: todo lo bueno es de Dios y a Él se debe la gloria y gratitud. Graba con tal fuerza en tu espíritu esta verdad, que nunca más se borre de él; piensa que cualquier otro que hubiera tenido la gracia que tú tuviste lo hubiera hecho mucho mejor y no habría cometido tantas imperfecciones. Rechaza las alabanzas que te hagan por el éxito obtenido, porque no se deben a un vil instrumento como tú, sino a Él, soberano Artífice, que, si así lo quiere; puede servirse de una vara para hacer brotar el agua de una roca, o de un poco de tierra para devolver la vista a los ciegos y operar infinidad de milagros.

XLVI

Si, en cambio, van mal los asuntos confiados a tu cuidado, harto es de temer que el infeliz resultado haya de atribuirse a tu ineptitud y negligencia. Tu amor propio y tu soberbia, enemigas acérrimas de cualquier humillación, querrían echar la culpa a los demás, y si no lo consiguen, intentarán atenuarla. Mas tú no secundes sus viciosas inclinaciones, examina tu conducta, en conciencia, y temiendo haber fallado en algo, cúlpate ante Dios y acepta la humillación como un castigo merecido. Si tu conciencia no te acusa de culpa alguna, adora también en este caso las disposiciones divinas, y piensa que quizá tus faltas anteriores y tu excesiva presunción han alejado de tí las bendiciones del cielo.

XLVII

Si en la Comunión tu corazón está inflamado de amor divino, tu espíritu debe estar penetrado de sentimientos de verdadera humildad. ¿Cómo no asombrarte al considerar que un Dios infinitamente puro e infinitamente santo llegue a esos extremos de amor por una miserable criatura como tú, y se te dé a Sí mismo en alimento? Abísmate en las profundidades de tu indignidad; acércate a la adorable santidad de Dios con suma reverencia, y cuando a este amable Señor, que es todo caridad, le plazca acariciarte, haciéndote partícipe de sus inefables dulzuras no disminuyas en nada el respeto debido a su infinita Majestad, no salgas nunca del lugar que te corresponde, y que es la sumisión, la abyección y la nada; pero que el sentimiento de tu pobreza y de tu miseria no te lleve a cerrar tu corazón y a menguar en nada esa santa confianza que debes tener en tan celestial banquete; antes, por el contrario, debe hacerte crecer en amor a tu Dios que se humilla hasta convertirse en alimento de tu alma.

XLVIII

Ten con tu prójimo vísceras de caridad y un manantial perenne de afabilidad y dulzura; busca con santa avidez la manera de ayudarle en todo; pero hazlo siempre por dar gusto al Señor; examina bien los motivos que te impulsan a obrar para descubrir las emboscadas de la vanidad y del amor propio; sólo a Dios debes referir todo el bien que hagas, porque has de saber que es una gran ganancia mantener oculta y secreta una obra buena de modo que sólo Dios la conozca; si por descuido tuyo viene a ser conocida de los hombres, pierde casi todo su valor, como un hermoso fruto que los pájaros han empezado a picotear.

XLIX

Ese saludable temor de desagradar a Dios que debes tener irá siempre acompañado de una continua súplica para que no te deje caer e impida con su infinita misericordia tan gran desastre. Este es el santo gemir del corazón, recomendado por los santos, que lleva a estar en guardia en todas nuestras acciones, a meditar en las verdades divinas y a despreciar las cosas temporales, a practicar la oración interior y a mantenerse alejado de todo lo que no sea Dios. En una palabra, la fuente de la verdadera humildad y pobreza de espíritu; no la abandones nunca y, en lo posible, pídela sin interrupción.

L

Un enfermo que desea vivamente la curación procura evitar todo lo que pueda retrasarla; toma con temor aun los alimentos más inofensivos y casi a cada bocado se para a pensar si le sentarán bien; también tú, si deseas de corazón curarte de la funesta enfermedad de la soberbia, si verdaderamente anhelas adquirir esta preciosa virtud, has de estar siempre en guardia para no decir o hacer lo que pueda impedírtelo; por esto, es bueno que pienses siempre si lo que vas a hacer te lleva o no a la humildad, para hacerlo inmediatamente o para rechazarlo con todas tus fuerzas.

LI

Otro motivo poderoso que debe impulsarte a practicar la hermosa virtud de la humildad es el ejemplo de nuestro divino Salvador, al cual debes conformar toda tu vida. Él ha dicho en el santo Evangelio: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Y, como nota San Bernardo, ¿qué orgullo hay tan obstinado que no pueda ser abatido por la humildad de este divino Maestro?. Se puede decir con toda verdad que sólo Él se ha humillado realmente y se ha abajado; nosotros no nos abajamos, nos colocamos en el lugar que nos corresponde; porque siendo ruines criaturas, culpables de mil delitos, sólo tenemos derecho a la nada y al castigo; pero nuestro Salvador Jesucristo se ha colocado por debajo del lugar que le corresponde. Él es el Dios omnipotente, el Ser infinito e inmortal, el Árbitro supremo de todo; sin embargo, se ha hecho hombre, débil y. pasible, mortal y obediente hasta la muerte. Se ha rebajado hasta lo más ínfimo de las cosas. Aquel que es en el cielo la gloria y bienaventuranza de los Ángeles y de los Santos ha querido hacerse varón de dolores y ha tomado sobre sí las miserias de la Humanidad; la Sabiduría increada y el principio de toda sabiduría ha cargado con la vergüenza y los oprobios del insensato; el Santo de los Santos y la Santidad por esencia ha querido pasar por un criminal y un malhechor; Aquel a quien adoran en el cielo los innumerables ejércitos de los bienaventurados ha deseado morir sobre una cruz; el Sumo Bien por naturaleza ha sufrido toda suerte de miserias temporales. Y después de este ejemplo de humildad, ¿qué deberemos hacer nosotros, polvo y cenizas? ¡Podrá parecernos dura alguna humillación a nosotros, miserables pecadores!

LII

Considera también los ejemplos que nos han dejado los santos de la antigua y nueva Alianza. Isaías, aquel profeta tan virtuoso y observante, se creía impuro delante de Dios, y confesaba que toda su justicia, es decir, sus buenas obras, eran como un paño lleno de suciedad . Daniel, a quien el mismo Dios llamó santo, capaz de detener con su oración la cólera divina, hablaba a Dios como un pecador que está lleno de vergüenza y confusión. Santo Domingo, milagro de inocencia y santidad, había llegado a tal grado de desprecio por sí mismo, que creía atraer la maldición del cielo sobre las ciudades por las que pasaba. Y por eso, antes de entrar en cualquiera de ellas, se postraba con el rostro en tierra y decía llorando: Yo os conjuro, Señor, por vuestra amabilísima misericordia, que no miréis a mis pecados; para que esta ciudad que me va a servir de refugio no deba sufrir los efectos de vuestra justísima venganza. San Francisco, que, por la pureza de su vida, mereció ser imagen de Jesús Crucificado, se tenía por el más perverso pecador de la tierra, y este pensamiento estaba tan grabado en su corazón, que nadie se lo hubiera podido quitar, y argumentaba diciendo que si Dios le hubiese concedido aquellas gracias al último de los hombres, habría usado mejor que él y no le habría pagado con tanta ingratitud. Otros Santos se consideraban indignos del alimento que comían, del aire que respiraban y de los vestidos con que se cubrían; otros tenían por un gran milagro el que la misericordia divina los soportase sobre la tierra y no los precipitara en el infierno; otros se maravillaban de que los hombres los tolerasen y que las criaturas no los exterminaran y aniquilaran. Todos los santos han abominado las dignidades, las alabanzas y los honores, y, por el gran desprecio que sentían por sí mismos, no deseaban sino las humillaciones y los oprobios. ¿Eres tú quizá más santo que ellos? ¿Porqué, siguiendo su ejemplo, no te tienes por algo despreciable a tus ojos? ¿Porqué no buscas, como ellos, las delicias de la santa humildad?

LIII

Para crecer más en esta virtud y para endulzar y familiarizarte con las humillaciones te sería muy provechoso que te representaras a menudo en la imaginación las afrentas que te pueden sobrevenir y te esforzaras en aceptarlas, aun a costa de la naturaleza recalcitrante, como prenda segura del amor que Dios te tiene y como medio seguro de santificación. Quizá para ello tendrás que sostener muchos combates; pero sé valiente y esforzado en la pelea hasta que te sientas firme y decidido a sufrirlo todo con alegría por amor de Jesucristo.

LIV

Que no pase un solo día sin que te hagas los reproches que te podrían dirigir tus enemigos, no sólo para endulzártelos por anticipado, sino para humillarte y para despreciarte a ti mismo. Si luego, en medio de la tempestad de alguna violenta tentación, te impacientas y te lamentas interiormente al ver cómo te prueba Dios, reprime en seguida esos movimientos y di contigo mismo: ¿podrá quejarse un ruin y miserable pecador como yo de esta tribulación? ¿Por ventura no he merecido castigos infinitamente más duros? ¿No sabes, alma mía, que las humillaciones y los sufrimientos son el pan con que te ha socorrido el Señor a fin de que te levantases de una vez de tu miseria e indigencia? Si lo rehúsas, te haces indigna de él y rechazas un rico tesoro, que quizá te será quitado para dárselo a otros que hagan mejor uso de él. El Señor quiere hacerte del número de sus amigos y discípulos del Calvario, y tú, por cobardía, ¿vas a huir el combate? ¿Cómo quieres ser coronado sin haber peleado? ¿Cómo pretendes el premio sin haber sostenido el peso del día y del calor? Estas y otras consideraciones semejantes encenderán tu fervor y excitarán en ti el deseo de llevar una vida de sufrimiento y de humillación como la de nuestro Salvador Jesucristo.

LV

Aunque en medio de los desprecios y de las contradicciones conserves la paz y la alegría, no creas por esto haber alcanzado la humildad, porque, a menudo, la soberbia no está sino adormecida, y basta con que se despierte para que comience a hacer estragos. Sean tus armas, de las que nunca debes separarte, el conocimiento de ti mismo, la huida de las alabanzas y el amor a las humillaciones. Cuando hayas adquirido esta rica heredad no temas perderla ya, porque el humillarse es el medio más seguro para conservar el don precioso de la humildad.