Asunción de María al Cielo
Entró en el cielo empíreo el alma de María santísima y, a imitación de Cristo nuestro Redentor, volvió a resucitar su sagrado cuerpo [con el poder de Dios] y en él subió otra vez a la diestra del mismo Señor al tercero día.
De la gloria y felicidad de los Santos que participan en la visión beatífica y fruición bienaventurada, dijo San Pablo (1 Cor 2, 9) con San Isaías (Is 64, 4) que ni los ojos de los mortales vieron, ni los oídos oyeron, ni pudo caber en corazón humano lo que Dios tiene preparado para los que le aman y en Él esperan. Y conforme a esta verdad católica, no es maravilla lo que se refiere sucedió a San Agustín, que con ser tan gran luz de la Iglesia, estando para escribir un tratado de la gloria de los Bienaventurados, se le apareció su grande amigo San Jerónimo, que acababa de morir y entrar en el gozo del Señor, y desengañó a San Agustino de que no podía conseguir su intento como deseaba, porque ninguna lengua ni pluma de los hombres podría manifestar la menor parte de los bienes que gozan los Santos en la visión beatífica. Esto dijo San Jerónimo.
Y cuando por la divina Escritura no tuviéramos otro testimonio más de que aquella gloria será eterna, por sola esta parte vuela sobre todo nuestro entendimiento, que no puede dar alcance a la eternidad por más que extienda sus fuerzas; porque, siendo el objeto infinito y sin medida, es inagotable e incomprensible, por más y más que sea conocido y amado. Y así como quedando infinito y omnipotente crió todas las cosas, sin que todas ellas y otros infinitos mundos, aunque los criara de nuevo, no evacuan ni agotan su poder, porque siempre se quedará infinito e inmutable; así también, aunque le vieran y gozaran infinitos Santos, quedara infinito que conocer y amar, porque en la creación y en la gloria todos le participan limitadamente, según la condición de cada uno, pero Él en sí mismo no tiene término ni fin.
Y si por esto es inefable la gloria de cualquiera de los Santos, aunque sea el menor, ¿qué diremos de la gloria de María santísima, pues entre los Santos es la santísima, y ella sola es semejante a su Hijo más que todos los Santos juntos, y su gracia y gloria les excede a todos como la emperatriz o reina a sus vasallos? Esta verdad se puede y se debe creer, pero en la vida mortal no es posible entenderla, ni explicar la mínima parte de ella, porque la desigualdad y mengua de nuestros términos y discurso más la pueden oscurecer que declarar.
Trabajemos ahora, no en comprenderla, sino en merecer que después se nos manifieste en la misma gloria, donde según nuestras obras alcanzáremos más o menos este gozo que esperamos.
Entró en el cielo empíreo nuestro Redentor Jesús con la purísima alma de su Madre a su diestra. Y sólo ella entre todos los mortales no tuvo causa para que pasara por juicio particular, y así no le tuvo ni se le pidió cuenta del recibo ni se le hizo cargo, porque así se lo prometieron cuando la hicieron exenta de la común culpa, como elegida para Reina y privilegiada de las leyes de los hijos de Adán. Y por esta misma razón en el juicio universal, sin ser juzgada como los otros, vendrá también a la diestra de su Hijo santísimo, como conyúdice de todas las criaturas. Y si en el primer instante de su concepción fue aurora clarísima y refulgente, retocada con los rayos del sol de la divinidad sobre las luces de los más ardiente serafines, y después se levantó hasta tocar con ella misma en la unión del Verbo con su purísima sustancia y humanidad de Cristo, consiguiente era que toda la eternidad fuera compañera suya, con la similitud posible entre Hijo y Madre, siendo él Dios y Hombre y ella pura criatura.
Con este título la presentó el mismo Redentor ante el trono de la divinidad, y hablando con el Eterno Padre en presencia de todos los bienaventurados, que estaban atentos a esta maravilla, dijo la Humanidad santísima estas palabras: Eterno Padre mío, mi amantísima Madre, vuestra Hija querida y Esposa regalada del Espíritu Santo, viene a recibir la posesión eterna de la corona y gloria que para premio de sus méritos la tenemos preparada. Esta es la que nació entre los hijos de Adán como rosa entre las espinas, intacta, pura y hermosa, digna de que la recibamos en nuestras manos y en el asiento a donde no llegó alguna de nuestras criaturas, ni pueden llegar los concebidos en pecado. Esta es nuestra escogida, única y singular, a quien dimos gracia y participación de nuestras perfecciones sobre la ley común de las otras criaturas, en la que depositamos el tesoro de nuestra divinidad incomprensible y sus dones y la que fidelísimamente le guardó y logró los talentos que le dimos, la que nunca se apartó de nuestra voluntad y la que halló gracia (Lc 1, 30) y complacencia en nuestros ojos.
Padre mío, rectísimo es el tribunal de nuestra misericordia y justicia, y en él se pagan los servicios de nuestros amigos con superabundante recompensa. Justo es que a mi Madre se le dé el premio como a Madre; y si en toda su vida y obras fue semejante a mí en el grado posible a pura criatura, también lo ha de ser en la gloria y en el asiento en el trono de Nuestra Majestad, para que donde está la santidad por esencia, esté también la suma por participación.
Este decreto del Verbo Humanado aprobaron el Padre y el Espíritu Santo; y luego fue levantada aquella alma santísima de María a la diestra de su Hijo y Dios verdadero y colocada en el mismo trono real de la Beatísima Trinidad, a donde ni hombres, ni ángeles, ni serafines llegaron, ni llegarán jamás por toda la eternidad. Esta es la más alta y excelente preeminencia de nuestra Reina y Señora, estar en el mismo trono de las divinas personas y tener lugar en él como Emperatriz, cuando los demás le tienen de siervos y ministros del sumo Rey. Y a la eminencia o majestad de aquel lugar, para todas las demás criaturas inaccesible, corresponden en María santísima los dotes de gloria, comprensión, visión y fruición; porque de aquel objeto infinito, que por innumerables grados y variedad gozan los bienaventurados, ella goza sobre todos y más que todos. Conoce, penetra, entiende mucho más del ser divino y de sus atributos infinitos, ama y goza de sus misterios y secretos ocultísimos más que todo el resto de los bienaventurados.
Y aunque entre la gloria de las divinas personas y la de María santísima hay distancia infinita, porque la luz de la divinidad, como dice el Apóstol (1 Tim 6, 16), es inaccesible y sola ella habita la inmortalidad y gloria por esencia, y también el alma santísima de Cristo excede sin medida a los dotes de su Madre, pero comparada la gloria de esta gran Reina con todos los santos, se levanta sobre todos como inaccesible y tiene una similitud con la de Cristo que no se puede entender en esta vida ni declararse.
Tampoco se puede reducir a palabras el nuevo gozo que recibieron este día los Bienaventurados, cantando nuevos cánticos de loores al Omnipotente y a la gloria de su Hija, Madre y Esposa, en quien glorificaba las obras de su diestra. Y aunque al mismo Señor no le puede venir ni suceder nueva gloria interior, porque toda la tuvo y tiene inmutable e infinita desde su eternidad, pero con todo eso, las demostraciones exteriores de su agrado y complacencia en el cumplimiento de sus eternos decretos fueron mayores en este día, porque salía una voz del trono real, como de la Persona del Padre, que decía: En la gloria de nuestra dilecta y amantísima Hija se cumplieron nuestros deseos y voluntad santa y se ha ejecutado con plenitud de nuestra complacencia. A todas las criaturas dimos el ser que tienen, criándolas de la nada, para que participasen de nuestros bienes y tesoros infinitos conforme a la inclinación y peso de nuestra bondad inmensa. Este beneficio malograron los mismos a quienes hicimos capaces de nuestra gracia y gloria. Sola nuestra querida y nuestra Hija no tuvo parte en la inobediencia y prevaricación de los demás y ella mereció lo que despreciaron como indignos los hijos de perdición, y nuestro corazón no se halló frustrado en ella por ningún tiempo ni momento. A ella pertenecen los premios que con nuestra voluntad común y condicionada preveíamos para los ángeles inobedientes y para los hombres que los han imitado, si todos cooperaran con nuestra gracia y vocación. Ella recompensó este desacato con su rendimiento y obediencia y nos complació con plenitud en todas sus operaciones y mereció el asiento en el trono de Nuestra Majestad.
El día tercero que el alma santísima de María gozaba de esta gloria para nunca dejarla, manifestó el Señor a los Santos su voluntad divina de que volviese al mundo y resucitase su sagrado cuerpo uniéndose con él, para que en cuerpo y alma fuese otra vez levantada a la diestra de su Hijo santísimo, sin esperar a la general resurrección de los muertos. La conveniencia de este favor y la consecuencia que tenía con los demás que recibió la Reina del cielo y con su sobreexcelente dignidad, no la podían ignorar los Santos, pues a los mortales es tan creíble que juzgáramos por impío y estulto al que pretendiera negarla. Pero conociéronla los Bienaventurados con mayor claridad, y la determinación del tiempo y hora, cuando en sí mismo les manifestó su eterno decreto. Y cuando fue tiempo de hacer esta maravilla, descendió del cielo el mismo Cristo nuestro Salvador, llevando a su diestra el alma de su beatísima Madre, con muchas legiones de Ángeles y los Padres y Profetas Antiguos. Y llegaron al sepulcro en el valle de Josafat y estando todos a la vista del virginal templo habló el Señor con los Santos y dijo estas palabras: Mi Madre fue concebida sin mácula de pecado, para que de su virginal sustancia purísima y sin mácula me vistiese de la humanidad en que vine al mundo y le redimí del pecado. Ella cooperó conmigo en las obras de la Redención, y así debo resucitarla como yo resucité de los muertos; y que esto sea al mismo tiempo y a la misma hora, porque en todo quiero hacerla a mi semejante.
Todos los Antiguos Santos de la naturaleza humana agradecieron este beneficio con nuevos cánticos de alabanza y gloria del Señor. Y los que especialmente se señalaron fueron nuestros primeros padres Adán y Eva, y después de ellos Santa Ana, San Joaquín y San José, como quien tenía particulares títulos y razones para engrandecer al Señor en aquella maravilla de su omnipotencia. Luego la purísima alma de la Reina con el imperio de Cristo su Hijo santísimo entró en el virginal cuerpo y le informó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y gloriosa y comunicándole los cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza, correspondientes a la gloria del alma, de donde se derivan a los cuerpos.
Con estos dotes salió María santísima en alma y cuerpo del sepulcro, sin remover ni levantar la piedra con que estaba cerrado, quedando la túnica y toalla compuestas en la forma que cubrían su sagrado cuerpo. Y porque es imposible manifestar su hermosura, belleza y refulgencia de tanta gloria, no me detengo en esto. Bástame decir que, como la divina Madre dio a su Hijo santísimo la forma de hombre en su tálamo virginal y se la dio pura, limpia, sin mácula e impecable para redimir al mundo, así también en retorno de esta dádiva la dio el mismo Señor en esta resurrección y nueva generación otra gloria y hermosura semejante a sí mismo. Y en este comercio tan misterioso y divino cada uno hizo lo que pudo, porque María santísima engendró a Cristo asimilado a sí misma en cuanto fue posible, y Cristo la resultó a ella, comunicándole de su gloria cuanto ella pudo recibir en la esfera de pura criatura.
Luego desde el sepulcro se ordenó una solemnísima procesión con celestial música por la región del aire, por donde se fue alejando para el cielo empíreo. Y sucedió esto a la misma hora que resucitó Cristo nuestro Salvador, domingo inmediato después de media noche; y así no pudieron percibir esta señal por entonces todos los Apóstales, fuera de algunos que asistían y velaban al sagrado sepulcro. Entraron en el cielo los Santos y Ángeles con el orden que llevaban, y en el último lugar iban Cristo nuestro Salvador y a su diestra la Reina vestida de oro de variedad, como dice Santo Rey David (Sal 44, 10), y tan hermosa que pudo ser admiración de los cortesanos del cielo. Convirtiéronse todos a mirarla y bendecirla con nuevos júbilos y cánticos de alabanza. Allí se oyeron aquellos elogios misteriosos que los dejó escritos Salomón: Salid, hijas de Sión, a ver a vuestra Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los hijos del Altísimo. ¿Quién es ésta que sube del desierto como varilla de todos los perfumes aromáticos (Cant 3, 6)? ¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, más hermosa que la luna, electa como el sol y terrible como muchos escuadrones ordenados (Cant 6, 9)? ¿Quién es ésta que asciende del desierto asegurada en su dilecto y derramando delicias con abundancia (Cant 8, 5)? ¿Quién es ésta en quien la misma divinidad halló tanto agrado y complacencia sobre todas sus criaturas y la levanta sobre todas al trono de su inaccesible luz y majestad? ¡Oh maravilla nunca vista en estos cielos!, ¡oh novedad digna de la sabiduría infinita!, ¡oh prodigio de esa omnipotencia que así la magnificas y engrandeces!
Con estas glorias llegó María santísima en cuerpo y alma al trono real de la Beatísima Trinidad, y las tres divinas Personas la recibieron en él con un abrazo indisoluble. El Eterno Padre la dijo: Asciende más alto que todas las criaturas, electa mía, hija mía y paloma mía. El Verbo humanado dijo: Madre mía, de quien recibí el ser humano y el retorno de mis obras con tu perfecta imitación, recibe ahora el premio de mi mano que tienes merecido. El Espíritu Santo dijo: Esposa mía amantísima, entra en el gozo eterno que corresponde a tu fidelísimo amor y goza sin cuidados, que ya pasó el invierno del padecer (Cant 2, 11) y llegaste a la posesión eterna de nuestros abrazos. Allí quedó absorta María santísima entre las divinas Personas y como anegada en aquel piélago interminable y en el abismo de la divinidad; los Santos, llenos de admiración, de nuevo gozo accidental.