Cómo ha de amonestarse a los callados y a los locuaces
De muy distinta manera hay que aconsejar a los que hablan poco que a los que hablan demasiado. Conviene dar a entender a los muy callados que, por evitar un extremo, pueden caer en otro peor. Porque el callar siempre y a destiempo puede llevarlos a entretenerse en peligrosas conversaciones interiores, y a que broten en su mente malos pensamientos, por querer guardarlos en un indiscreto silencio. Y tanto más se multiplicarán allá adentro, cuanto más seguros se creen de importunos testigos, porque nadie puede oírlos ni criticarlos. Razón por la cual, las personas calladas suelen estar expuestas al orgullo de sí mismas y despreciar a los que oyen hablar, como a gente imperfecta. Y el mal de estas personas está en que, teniendo guardada y cerrada la boca del cuerpo, no se dan cuenta de que están sujetas a todos los defectos de la soberbia. Moderan, sí, su lengua, pero levantan sus pensamientos y, no percatándose de sus propios pecados, se atreven a criticarlos a todos interiormente, con tanta mayor libertad, cuanto más en secreto lo hacen.
Aprendan los taciturnos a conocer, no sólo cómo se conducen exteriormente, sino cómo han de portarse en su interior: y que han de guardarse antes de los ocultos juicios de Dios, que merecen por sus pensamientos, que no de los reparos que pudieran merecer de los hombres por sus palabras. Pues escrito está: “Atiende, hijo mío, a lo que te enseña mi sabiduría e inclina tus oídos a los documentos de mi prudencia, para que sepas guardar los pensamientos” (Pr 5. 1). Y como nada hay en nuestro ser tan tornadizo como nuestro corazón, el cual, siempre que se derrama en malos pensamientos, es como si se nos escapase de las manos, dice el Salmista: “Ha desmayado mi corazón” (Sal 39, 13); y luego, vuelto en sí, añade: “Señor, ya tu siervo ha vuelto a hallar su corazón para dirigirte sus plegarias” (2 S 7, 29). De modo que, refrenar el corazón con la vigilancia, es como hallarle cada vez que intenta extraviarse.
Suelen también los taciturnos, cuando son objeto de alguna acción injusta, abrigar en sí un resentimiento tanto más amargo, cuanto menos se traslucen sus internos pesares. Pues, si desahogaran con tranquilas palabras la desazón sufrida, librarán su conciencia de la oculta pena; las llagas cerradas son las que más atormentan: cuando sale fuera la podre que escuece dentro, se abre una brecha dolorosa, pero saludable.
Reparen, pues, los que callan cuando no deben, en que, no desahogando por la lengua las contrariedades que padecen, acrecientan la intensidad de su pena. Pues si de veras aman a los prójimos como a sí mismos, han de saber declararles francamente los motivos de queja que tienen contra ellos. Y así la palabra resultará un doble alivio para la salud de ambos: para aquél que causó la ofensa, porque se pone atajo a su mal proceder; y para el que la padeció, porque con sajar la llaga, se le alivia la dolencia.
Los que están al cabo de la mala conducta de sus prójimos y sin embargo guardan silencio, se asemejan a los que, teniendo a la vista una llaga, se niegan a aplicarle remedio, haciéndose así reos de la muerte del paciente, por no haber querido curar el mal cuando podían hacerlo.
De donde se colige, que hay que refrenar la lengua, pero no reducirla a perpetua sujeción. Pues escrito está: “El hombre sabio callará hasta cierto tiempo” (Qo 20, 7): esto es, hasta tanto que crea oportuno abandonar la reserva del silencio y se resuelva a hablar con oportunidad y con provecho. También está escrito: “Hay tiempo de callar y tiempo de hablar” (Qo 3, 7).
Es, pues, necesario discernir con prudencia las oportunidades, para no desatarse en palabras inútiles cuando se ha de moderar la lengua, ni contenerla perezosamente cuando puede haber ventaja en hablar. Y así el Salmista, con buen acuerdo, pide: “Pon, señor, una guardia a mi boca, y una puerta de resguardo a mis labios” (Sal 140, 3). No pide un muro para su boca, sino una puerta, que pueda abrirse y cerrarse; y nosotros, por nuestra parte, repetiremos como una medida de prudencia, que la boca de un hombre sensato se ha de abrir para hablar a su debido tiempo, y ha de cerrarse también para callar, cuando convenga.
Adviértaseles, por el contrario, a los aficionados a hablar mucho que reparen cuidadosamente con cuánto menoscabo de su perfección y conciencia se entregan al abuso de la lengua. Cuando el espíritu del hombre vive recogido, es a modo de las aguas en reposo, que tienden a las alturas, a subir a la región de donde han bajado; mientras que, si se las suelta, bajan y se derraman inútilmente por el suelo.
El que, sin guardar la reserva del silencio, se disipa en vana palabrería, es como el agua que se desborda y se derrama por mil arroyos; y no es ni siquiera capaz de recogerse para la meditación interior, cuando, distraída el alma por el ruido de las palabras, se aleja del recogimiento y del íntimo conocimiento de sí misma. Además de esto, preséntase sin defensa a los tiros del enemigo que la acecha, pues no está protegida por ningún reparo que la resguarde. Por eso, está escrito: “Como ciudad abierta y sin muros, tal es el hombre que en el hablar no puede reprimir su necia verbosidad” (Pr 25, 28). No teniendo el muro del silencio para su reparo, la ciudadela del espíritu está expuesta a los dardos del enemigo y, asomándose hacia fuera con sus palabras, se presenta descubierta al adversario. Y consigue éste vencerla con tanto menor esfuerzo, cuanto que el alma misma procura su derrota, luchando contra sí misma con la abundancia de sus palabras.
Y no es raro llegar a los mayores excesos de la lengua por no atender a la represión de las palabras ociosas, pues el alma negligente en este punto va cayendo empujada en mayores bajezas. Y así, al principio, la lengua se permite hablar de asuntos ligeros; luego se ceba con sus murmuraciones en las personas que salen en la conversación, y acaba por desatarse en abiertas difamaciones sin reparo alguno. De donde resulta un semillero de descontentos, se originan altercados, se enciende la tea de la discordia y desaparece la paz de los corazones.
Con razón dice el sabio: “Quien derrama agua es causa de discusiones” (Pr 22,14). Derramar agua viene a significar aquí lo mismo que desatar la lengua en un torrente de palabras. Por el contrario, dice el mismo Sabio en otro lugar y en buen sentido: “Como aguas profundas son las palabras que salen de la boca del varón prudente” (Pr 18, 4). Por tanto, quien estas aguas derrama se hace causante de disensiones, siendo la lengua desenfrenada la que destruye toda concordia.
Y en sentido opuesto está escrito: “Quien impone silencio al necio aplaca los enojos” (Pr 26, 10). Y por su parte, el Salmista atestigua que quien se deje dominar por la locuacidad no puede observar la rectitud en la justicia, cuando dice: “El hombre deslenguado no medrará en la tierra” (Sal 139, 12). Y vuelve Salomón sobre el mismo asunto, y dice: “En el mucho hablar no faltará pecado” (Pr 10, 19). Mientras Isaías afirma: “El silencio y sosiego es fruto de la justicia” (Is 32, 17): que es como decir, que desaparece la justicia del alma que no sabe refrenar su locuacidad. Y el Apóstol Santiago advierte: “Si alguno se precia de ser religioso sin refrenar su lengua, antes bien engañando con ella a su corazón, su religión y piedad es falsa” (St 1, 26). Y en otro lugar dice: “Y sea todo hombre pronto para escuchar, pero lento y mirado para hablar” (Ibid 19). Y, queriendo más adelante demostrar el poder de la lengua, dice de ella que: “Es un mal que no puede atajarse y está lleno de mortal veneno” (St 3, 8).
Y por fin, N.S. Jesucristo, la eterna Verdad, nos amenaza con que: “De toda palabra ociosa que hablen los hombres han de dar cuenta en el día del juicio” (Mt 12, 36). Y es ociosa toda palabra proferida sin una justa y necesaria razón o sin intención de piadosa utilidad. Pues si ha de darse cuenta hasta de una palabra ociosa ¿cuál no será la pena reservada a la locuacidad, que tantos y tan graves pecados hace cometer con la lengua?