Toribio de Mogrovejo (1538-1606), cuya onomástica ha sido el pasado 23 de marzo, es una de esas personas con pena y con gloria, prácticamente desconocida. Nada menos que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la mayor institución científica de la actualidad española, fundado por José Ibáñez Martín, de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, y Jose María Albareda Herrera, sacerdote del Opus Dei, inauguró hace ahora 75 años (concretamente el 1 de febrero de 1946) un centro de investigación en su honor: el Instituto Santo Toribio Mogrovejo, proveniente de la Sección de Misiones del Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo de Historia Hispanoamericana.
El instituto fue dedicado al estudio científico de la actividad misionera española, tan abundante como desconocida. De ahí la Leyenda Negra, de ahí la actual leyenda progre que sostiene sin base científica que ciencia y fe católica son antagónicas en la España del siglo XX: en la Bibliotheca Missionum del padre Streit, obra magna de la actividad misionera de la Iglesia católica, se indicaba que la misionología española hasta el siglo XIX sobrepasó la de todas las demás naciones juntas. Gracias a los progres laicistas hoy no queda ni el Departamento de Historia de la Iglesia que sobrevivía en el actual Instituto de Historia del CSIC, resto que dejó la Transición democrática del Santo Toribio Mogrovejo. Sin duda que había interés ideológico por hacer desaparecer cualquier recuerdo del santo y de la Iglesia cuanto antes.
Pero ¿quién fue este personaje? Empezando por el principio, se le ha llegado a llamar El Javier de América, equiparándolo a San Francisco Javier y su obra evangelizadora en Asia.
El vallisoletano Toribio Alfonso de Mogrovejo, que fuera, además de santo, arzobispo de Lima y metropolitano de buena parte de las Indias del siglo XVI, estudió Humanidades en Valladolid y Cánones en la Universidad de Salamanca, licenciándose en Santiago de Compostela, donde había peregrinado en 1568.
Su extraordinaria formación académica la empleó en las misiones, tras ser nombrado el 16 de marzo de 1579 por Felipe II obispo de Lima. A Lima partió con su biblioteca, la primera que pasó a Indias, además de aceite para encender las lámparas de los sagrarios. La travesía fue prolongada, por dos océanos (Atlántico y Pacífico) y por tierra. Nueve meses duró el viaje, hasta el 11 de mayo de 1581.
Su incansable e infatigable acción evangelizadora usando el idioma de aquellos a quienes invitaba a conversión le llevó a desarrollar una enorme actividad científica en filología, publicando un catecismo en castellano, quechua y aymara (el primer libro impreso en América del Sur) que se tradujo también a otras lenguas vernáculas de dentro de Perú, como collana, cañeri, purgay, quillasinga y puquina; y fuera, en la lengua general del Reino de Chile, la araucana, y en el guaraní y la musca de Bogotá. En esta empresa le ayudó su colaborador, el científico jesuita José de Acosta.
Promovió la construcción de seminarios, monasterios de monjas y de religiosos en los que admitía indígenas, y la famosa Casa de Divorciadas, para recoger a mujeres susceptibles de ser presa de los proxenetas. En el plano más académico fundó dos colegios mayores anejos a la Universidad de San Marcos de Lima, la cual ya se encontraba dotada de los mismos privilegios de las propias de Castilla, consiguiendo además poner en marcha en ella una Cátedra de Lenguas Autóctonas, y obligando a todos los predicadores a su formación.
A Santo Toribio se atribuyen unas bellas Letanías a la Virgen que se siguen rezando en Lima y sobre las que muchos de sus títulos aparecen en diferentes cuadros pictóricos de iglesias y conventos del norte de Perú.