El humanismo cristiano alberga una riqueza tal que causa sonrojo observar que, a menudo, no logramos presentarla con la brillantez que sería debido, y ponerla en valor.
Sirva de ejemplo el concepto de libertad.
A lo largo de su historia, la Iglesia puso en juego y analizó ampliamente varias formas de libertad, que van de la elemental «libertad de maniobra» ‒que ya un niño es capaz de movilizar‒ a la sublime «libertad creativa» de la persona que da su vida libremente por salvar la de un desconocido, como hizo el Padre Maximiliano Kolbe en el infierno de Auschwitz.
Pues bien, a menudo se reprocha a la Iglesia que no tiene reparo en amenguar la libertad de maniobra de sus fieles o incluso anularla, cuando la verdad es que la Iglesia nos propone que, si queremos vivir en plenitud, debemos en casos amenguar la libertad de maniobra para acrecentar las formas superiores de libertad: la «libertad creativa», en sus diversos grados.
No cabe, por tanto, afirmar que la Iglesia se posiciona contra «la» libertad, dicho así en general, como si no hubiera sino una forma de libertad posible. Su voluntad es orientarnos hacia las formas más elevadas de libertad y hacia una inteligente integración de todas entre sí mediante la fuerza del amor incondicional.
Todo lo relativo a la vida religiosa sólo podemos plantearlo debidamente si ajustamos nuestro pensar y actuar a la lógica del nivel 4.
Cuando un joven estima que la Iglesia se halla, por principio, mal dispuesta respecto a la libertad humana, corre peligro de refugiarse en los valores de la vida natural –altruismo, defensa del necesitado, buen corazón frente a las necesidades de los familiares…‒ y permanecer al margen de Dios.
Fue una pérdida devastadora que, en la Modernidad, los líderes de ciertos movimientos reivindicativos de las clases más necesitadas no alcanzaran a ver que la Iglesia, bien entendida y vivida, hubiera podido ser su mejor aliada en una empresa tan noble en principio.
La Iglesia católica es, sin duda, la organización que creó más instituciones en favor de los necesitados a lo largo de la historia.
La Iglesia es consciente de que al hombre de todos los tiempos le agrada disponer de su vida y sus potencias naturales sin traba alguna. Se siente, al hacerlo, dueño de su vida y de sus actos, autor y actor de su peripecia vital. Por eso, acostumbra a utilizar el verbo hacer en todo momento, incluso cuando no es adecuado a la actividad de que se trata. Profusamente habla, por ejemplo, de «hacer el amor», aun sabiendo que el amor no se hace, se crea. Se «hace» un pupitre de clase, pero no se «hace» el amor. Se «hace» o «construye» un piano, pero no se «hace» una fuga de Bach.
Se haría el amor si se redujera a una acción del nivel 1, como sucede con el andar o el beber. Pero el amor surge en el nivel 2, porque afecta a dos personas que se salen al encuentro, se ofrecen diversas posibilidades y esperan a que la otra las asuma y se desarrolle como persona. Si una de ellas toma a la otra como un mero medio para realizar actos placenteros, la rebaja a medio para sus fines, y la baja al nivel 1, con lo cual ya es imposible el encuentro y se imposibilita el amor auténtico.
Se utiliza el verbo hacer para indicar que se trata de una actividad que depende de nuestra voluntad autónoma y, por tanto, de nuestra «libertad de maniobra». Si alguien asciende al nivel 2, verá que la actitud propia del mismo es la del respeto, la estima y la colaboración. La relación amorosa se muestra enseguida, no como algo que se hace, sino como una relación que se crea libremente ‒con «libertad creativa»‒ entre dos realidades dotadas de iniciativa, de capacidad de tomar decisiones y actuar de modo libre y lúcido con vistas a realizar un plan de vida.
La gran tentación del ser humano ‒la primera y primaria‒ es sentirse dueño de su existencia y mirarlo todo con la mirada miope del que vive con la actitud propia del nivel 1, la que tiende a dominar, poseer y manejar.
Este achicamiento de la mirada es debido a la reducción del deseo al afán de dominar, poseer, manejar y disfrutar. Es la consecuencia lógica de la reducción de las amplias perspectivas del hombre a los menguados horizontes del nivel 1.
Con razón solía afirmar Benedicto XVI que el reduccionismo es una de las causas principales de la decadencia espiritual del ser humano. Para superar la tentación del reduccionismo no hay más vía eficaz que valorar debidamente las amplias perspectivas que tiene ante sí el hombre cuando sigue un proceso de crecimiento y va descubriendo los niveles superiores, gracias a las transfiguraciones que realiza con vistas a subir de cada nivel al inmediatamente superior.
El día en que el gran poeta Jorge Guillén cumplió sus bien colmados 80 años, fueron varios estudiantes a felicitarle. En el momento más cálido de la conversación, uno de ellos se dirigió a él con estas palabras: «Maestro, espero que, a pesar de la edad, siga usted “haciendo versos” …». Sin decir una palabra, el poeta se levantó y abrió la amplia ventana que daba al mediterráneo. Se oyeron los chillidos de las gaviotas y la voz ronca de las barcazas. Con toda amabilidad le dijo al joven:
«Es posible que un día haga esto…, y se me ocurra un verso».
En el lenguaje humilde del gran escritor, «ocurrírseme un verso» significaba «me venga la inspiración para escribir un verso». Una ocurrencia la podemos tener cualquiera. La inspiración es un gran don que tienen los poetas.
A quien conoce lo que es e implica la poesía –la auténtica poesía de quienes ahondan en el enigma del hombre y hallan palabras capaces de expresarlo– le parece infantil preguntarle a un Jorge Guillén si seguirá «haciendo versos». Más elemental todavía es hablar de «hacer el amor», por la profunda razón de que una verdadera relación amorosa supone una relación de encuentro, y este acontecimiento de la vida humana es un acto de alta creatividad, propia del nivel 2, en el cual el ser humano se desarrolla ascendiendo. No se reduce a un mero «hacer», a un simple «manejo de objetos». Se halla más arriba, más cerca del privilegiado campo en el cual irradian su luz los grandes valores.
¿Recuerdan el verso excepcional de Jorge Guillén: «No estoy solo. Hay luz entre todos. Soy vuestro»?
Este verso no fue “hecho” por el poeta, sino “creado”. Como el Moisés de Miguel Ángel y la Sinfonía Pastoral de Beethoven fueron “creados” por ambos genios, no simplemente “hechos”.