Hawái, el estado cincuenta de la Unión Americana, me ha resultado siempre uno de los más fascinantes y enigmáticos -así como uno de los más entrañables- de aquella nación. Quizá porque, como hispano, encuentro refrescante que sea de los poquísimos territorios estadounidenses cuya relación con nuestra cultura jamás ha estado tiznada por cierta sensación de rivalidad, de enfrentamiento o -peor aún- de desposesión. Y es que el archipiélago hawaiano no sólo está sumamente apartado tanto de Hispanoamérica como de la Península (e incluso de las propias Filipinas, que se encuentran a más de ocho mil kilómetros de éste), sino que su incorporación a la “historia global” no se dio hasta 1778, con la llegada del capitán británico James Cook, es decir, casi tres siglos después de que los castellanos comenzaran sus andanzas por el Nuevo Mundo.

Bautizado por su congreso local en 1959 como "el estado Aloha" -en alusión a esa melosa palabra que en la lengua nativa se emplea, bien para propinar una calurosa bienvenida, bien para dar un afable adiós-, Hawái se ha posicionado en el imaginario colectivo como tierra de playas paradisíacas, volcanes imponentes y danzantes de hula. No obstante, este pequeño escrito tiene un protagonista más insospechado y desconocido que, asentada la ambientación, paso a presentar con bombo y platillos: el musubi.

Pese a que la palabra invita a imaginar coloridas aves tropicales o insólitos marsupiales endémicos, musubi en realidad hace referencia a un plato típico que suele consumirse como refrigerio. “¿Un plato hawaiano? Seguro que lleva pescado, mariscos o, cuando menos, piña”, pensará el lector hispanohablante -y, de ser así, estará equivocado-. ¡Pues no! El musubi se compone de una cama de arroz glutinoso, como el de la cocina japonesa, sobre la que se coloca una loncha generosa de carne de lata, sellándose su abrazo con una tira de alga nori a modo de cinturón. Según qué receta, puede acompañarse de semillas de sésamo tostadas o de furikake, y bañarse con salsa de soja, agridulce o de algún otro tipo.

Pero, ¿cómo es que tal especie de “sushi de carne de lata” se convirtió en uno de los alimentos favoritos de las islas? Remontémonos a 1937, cuando la compañía SPAM comenzó a comercializar su icónico producto estrella. Cuatro años más tarde, en plena Segunda Guerra Mundial, más de cincuenta millones de kilogramos de carne de lata marca SPAM eran enviados al frente para abastecer a los combatientes aliados (así es, querido lector, Pearl Harbor está en Hawái).

Un expositor de latas de carne SPAM, acrónimo de Shoulder of Pork And haM [Paleta de cerdo y jamón]. Foto: Wikipedia.

Se trataba de una opción barata y de larga vida útil que, a raíz de la inevitable colaboración entre los soldados destacados en el archipiélago y la población local, pronto se popularizó, incorporándose a la gastronomía insular y amalgamándose con ella.

De este modo, el musubi permanece para los hawaianos como suculento testimonio de su participación en la historia reciente de su país, recordándoles -ante aquellas voces que, azuzando el odio hacia los Estados Unidos como potencia “colonizadora”, los tientan a adoptar el papel de víctimas- que su cultura ancestral no sólo es compatible con una identidad nacional común, sino que la enriquece, cual hermoso regalo para la gente de los demás estados.

Por nuestra parte, quienes pertenecemos al mundo hispánico no contamos con musubis que nos sirvan de recordatorio; a cambio, tenemos catedrales, palacios, universidades, lienzos y demás obras de arte, recetarios completos, cientos de años de historia compartida y, sobre todo, tenemos una fe: la fe católica, que es la fe verdadera de la Iglesia fundada por Jesucristo. Valdría la pena considerar si es suficiente para, de una vez por todas, rechazar el victimismo y abrazar orgullosos la Hispanidad...