¿Acaso condenas a los homosexuales? ¿Los rechazas? ¿Cómo se puede vivir en el siglo XXI siendo tan retrógrado e intransigente? Son preguntas habituales que en determinados foros te espetan así tal cual, a bocajarro, esperando hacerte volar por los aires mientras detonan todas sus justificaciones, o bien esperando que te sometas y te sumes a la ideología dominante. De alguna manera, uno se acaba sintiendo como Jesús ante la pregunta de si era lícito pagar el impuesto al César. La pregunta implicaba un ardid que no todos sabemos resolver tan bien, un ardid que perseguía la condena, y no el entendimiento.
Y es que la aprobación de los matrimonios homosexuales por el Congreso de la Nación argentina, maniatado por el poder del matrimonio Kirchner, no solo vuelve a traer a debate esta polémica ley, sino que demuestra que la marea no entiende de fronteras, y el progresismo ideológico mundial no se ciñe solo a España, por supuesto, sino que crece y crece de manera imparable en todas aquellas culturas donde la moral cristiana y los valores comienzan a hacer aguas.
Entre otras, es el caso de España, radicalmente dividida por el presidente del gobierno, y es el caso de Argentina, casualmente muy dividida por los detractores y seguidores de los Kirchner. Son países diferentes, que un servidor hispano-argentino conoce muy bien: uno, España, con una moral desgastada por una corriente mediática que se ha apoderado de todo, y en la que la presidencia encuentra un terreno abonado para sus intereses. Otro, Argentina, con unos valores más afianzados, pero en vías de extinción, ideológicamente alentados por una presidenta, Cristina Fernández, que promueve las mismas líneas de actuación que José Luis Rodríguez Zapatero.
Son los nuevos ideólogos de la moral, los nuevos gurús de los nuevos tiempos, sin escrúpulos, con una ética muy bien definida. Una ética que esta última semana fue mentada por Néstor Kirchner, aconsejando a la Iglesia, arrojando flores sobre los principios de su mujer, promotora de la aprobación de esta ley de matrimonios entre personas del mismo sexo. Una ética que llevó a este matrimonio a multiplicar su fortuna en un 158% durante seis años de presidencia.
No me gusta que me pregunten si estoy a favor o en contra de los homosexuales porque estoy convencido de que Jesús no habría rechazado a ninguno por tal condición. Desde el amor, todo se tamiza, todo se perdona. Todavía tengo mis dudas sobre el origen de esta inclinación por el mismo sexo, pero sé que hay hombres y mujeres que sufren por esto, y que por tanto, ningún cristiano debería condenar a nadie por su condición sexual. Sin embargo, dicho esto, creo que situar a la homosexualidad como un paradigma a seguir, como una opción de familia con la misma dignidad, es propio de una sociedad completamente desquiciada.
Y nuestra sociedad lo está, y la marea sigue subiendo de forma imparable.
Nuestra cultura occidental está envenenada, y es tierra fecunda para demagogos que para nada aspiran al bien común y a la sensatez. Como sucede en Argentina, se trata de imponer las ideas y relegar al disidente, al que discrepa, hasta aislarlo. Lo hemos comentado en infinidad de veces: en esto los medios de comunicación juegan un papel fundamental. Sin embargo, lo que es justo, lo que es honorable, lo que es bueno está al alcance de quien lo quiera ver, fácilmente perceptible por una persona que se desnude de cualquier tipo de ideología. Lo bueno, es algo que trasciende nuestra cultura, y a nuestros tiempos.
Es por ello que a muchos podría sorprenderles la actitud de Augusto a comienzos de nuestra era que, harto de los excesos de la sociedad romana – una sociedad que al principio había sido construida desde los valores tradicionales, pero que se había ido corrompiendo con el poder y el bienestar -, decidió intentar poner fin a aquella deriva. Es por ellos que el primer emperador de Roma se esforzó en restaurar los antiguos valores morales, en restringir el lujo desde la austeridad, en devolver la santidad al matrimonio desvirtuado por el excesivo número de divorcios existentes y en recuperar la primacía de los viejos cultos caídos en medio de tantas deidades extranjeras.
Creo, estimados y amables lectores, que solo hace falta un poco de sentido común, educación y honestidad. Pero todo viene alimentado por la educación, instrumento que actualmente se encuentra demasiado desacreditado y desvirtuado de una moral verdadera.
La marea sigue creciendo, y como en el gran diluvio, los auténticamente creyentes, desprovistos de prejuicios e ideologías – cosa bien difícil -, ya comienzan a construir sus arcas.