Si como dice el presidente del Gobierno, pretende serlo de todos los españoles, y no sólo, como demuestra tantas veces, de quienes le han votado, aprovecharía el incierto resultado sobre la suspensión cautelar de la ley del aborto para, por dignidad política, aplazar su aplicación hasta que el Tribunal Constitucional no se haya pronunciado sobre el fondo del asunto, sea cual haya sido el resultado de la votación —¡seis votos contra cinco!— del Pleno del Tribunal. Cuando lo que está en juego es la vida humana, si yo fuera José Luis Rodríguez Zapatero, sería muy cauto antes de aplicar medidas irreversibles, pues el efecto que puede tener la precipitación es irremediable. Y la vida no es una cuestión de tamaño, cuanto más pequeña menos protegible; este no es un tema que pueda juzgarse sobre los estrechos márgenes del éxito o del fracaso político sino con magnanimidad y prudencia.
Hay otra cuestión sorprendente que ha aflorado, una vez más, en el Tribunal Constitucional: el voto paradójico —por calificarlo de un modo benigno— del soberbio magistrado Vicente Conde Martín de Hijas. Ya nos dejó atónitos hace unos años dando su apoyo a la presidenta Casas, no por «independencia», sino por venganza: sus compañeros conservadores no le apoyaron para que fuera presidente. Muy poderosas razones tendrá que esgrimir este magistrado para que nos convenza de porqué votó en contra de la suspensión. Este católico —pues hace alarde de tal— de Toledo no creo que ridiculice su «sabiduría» jurídica con alardes de mezquina técnica jurídica —¡a veces tan suprema!— para justificar su voto. Eugenio Gay, catalán, ha dado en esta ocasión una verdadera lección de dignidad.
Los nasciturus se lo agradecerán. La ley, en cualquier caso, es ya un aborto de ley que lo mejor sería darle cristiana sepultura.
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