El liberalismo masonizado entró en decadencia a partir de los años treinta del siglo XX, después de cien años haciendo la puñeta cuanto pudo a la Iglesia católica, tratando de empujarla reiteradamente hacia la marginalidad. Su pérdida de fuerza política en el concierto, más bien desconcierto, mundial, se hizo patente al acabar la II Guerra mundial. La masonería se percató rápidamente de ello y se mudó de piso, instalándose en los cuartelas de la socialdemocracia o socialismo democrático (más o menos), colonizándolo, en sustitución de Carlos Marx, como antes hizo con el liberalismo. Y en esas estamos.
Pero un siglo después de John Locke, apareció un segundo liberalismo, éste de carácter económico, mucho más difícil de roer que el primero. Pero su fundamento era el mismo que el anterior: la libertad de las gentes para defender sus derechos individuales y sus intereses particulares, la iniciativa privada, la libertad de mercado, la supresión de barreras para la libre circulación de personas, capitales y productos, que ahora rige en la Unión Europea, etc. El padre del liberalismo económico fue el teólogo moralista de la Iglesia escocesa, Adam Smith, que en 1776 publicó un voluminoso tratado con el título de Investigación sobre la Naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, en el que defendía el librecambio frente al mercantilismo estatalista. A este texto, llamado a tener éxito universal, no tardaron en seguir otras aportaciones de estudiosos del hecho económico, como Principios de Economía Política y Tributación (1817) del judío inglés de ascendencia española, David Ricardo. En Francia, Tratado de economía política (1803), de Juan Bautista Say, y Armonías económicas, de Frédéric Bastiat, cuya fecha de edición desconozco, aunque pudo ser hacia 1848. En España, el iniciador del librecambismo fue Álvaro Flores Estada, con su Curso de Economías política, publicado en 1828. Las teorías económicas liberales propiciaron la revolución industrial, y ésta la creación de riqueza en términos tales, que puede decirse que estableció el principio del fin de la miseria histórica universal del género humano. La historia del hombre había sido, desde Adán y Eva, la historia de su pobreza incurable, hasta que la libertad personal y de mercado abrió un boquete de luz y esperanza a la Humanidad eternamente pobre y hambrienta. Falta todavía muchísimo por hacer para que la riqueza llegue a todos los rincones del mundo, pero el camino a seguir para lograrlo está claro y bien fundado, mal que les pese a los catastrofistas, estatistas y liberticidas económicos -¿también políticos?-, que abundan más de lo necesario en el sector católico.
En los tiempos que corren, el verdadero enemigo de la iglesia no es el liberalismo conceptual, y aún mucho menos el liberalismo económico, sino la masonería y el marxismo, los enemigos de siempre, que en ciertas formaciones políticas se dan de la mano, como en el socialismo español. Una alianza estratégica entre liberales y católicos, puede ser eficaz para contener las embestidas furibundas del laicismo radical que se ha instalado en el Gobierno español y en las autonomías y ayuntamientos de izquierdas. Eso ya lo hizo en la II República un hombre tan recio e íntegro como don José María Gil Robles al juntarse con don Alejandro Lerroux –el único republicano fetén de aquel régimen, una República sin republicanos-, con gran escándalo de carlistas, monárquicos alfonsinos y demás integristas patrios. Sin embargo fue una fórmula acertada para hacer gobernable España, fórmula que hubiese ahorrado el horror de la guerra civil de no mediar la intransigencia de unos, el rencor bilioso de Azaña, la incompetencia del metijón de Cabra, o sea, don Niceto, y el intrigante perpetuo y gamberro político Indalecio Pietro, los tres personajes más nefastos de la historia contemporánea de España. Hubo otros muchos que compitieron con entusiasmo en la tarea de triturar esta nación. Si aquel tristísimo periodo sirvió de algo, no queramos repetir tan terrible historia por tiquismiquis de bandería. Sepamos donde está el enemigo principal y unámonos a quienes podamos unirnos sin quebranto de nuestra fe, para pararle los pies.