La condena del cardenal George Pell en diciembre de 2018 por delitos de “abuso sexual” fue una parodia de justicia, gracias en parte a la atmósfera pública de un histérico anti-catolicismo, un clima fétido que tuvo un impacto devastador sobre sus opciones de tener un juicio justo.
Si no, ¿cómo explicar que doce jurados, ante acusaciones sin confirmar, refutadas por pruebas abrumadoras de que los supuestos delitos no habían sucedido, invirtiesen completamente el abrumador voto en favor de su absolución que emitió el jurado del primer juicio del cardenal, el año pasado?
El cardenal Pell conocía, por su dura experiencia personal, la virulencia de la atmósfera anti-católica en Australia. Como miembro del Colegio de Cardenales y cargo de primer orden del Vaticano, Pell disfrutaba de la ciudadanía vaticana y disponía de pasaporte diplomático vaticano.
Podía haberse quedado allí, intocable para las autoridades australianas. Sin embargo, decidió libremente someterse al sistema judicial penal de su país. Sabía que era inocente. Estaba dispuesto a defender su honor y el de la Iglesia; y creía en la rectitud de los tribunales australianos. Así que volvió a casa.
No es irracional sugerir que el sistema judicial australiano le ha fallado a uno de los hijos más distinguidos de Australia, que había confiado en él. La policía emprendió una sórdida cacería a ver qué pescaba sobre Pell. (¿Quién, puede uno preguntarse, puso esto en marcha? ¿Y por qué?)
Una vista preliminar envió las acusaciones a juicio, aunque la magistrada de la vista dijo que, si ella fuese jurado, no votaría la condena por varios de los supuestos delitos. El primer juicio demostró la inocencia del cardenal, y en su repetición llegó un veredicto irracional no apoyado sobre ninguna evidencia ni confirmación. El secreto del sumario dictaminado para ambos juicios, aunque probablemente pretendía impedir la atmósfera de circo en torno al caso, de hecho impidió que el fiscal tuviese que defender en público sus absurdas y obscenas acusaciones.
Es así como, a principios de marzo, el cardenal está en la cárcel, en una celda de aislamiento, y solo se le permiten unos pocos visitantes a la semana y media docena de libros y revistas. Pero no se le autoriza a decir misa en su celda, con el sorprendente argumento de que los internos de las prisiones del estado de Victoria no pueden realizar servicios religiosos, y de que en las celdas no se permite el vino.
A la vista de todo ello, no es fácil comprender por qué, al día siguiente de anunciarse públicamente la condena, el portavoz interino del Vaticano, Alessandro Gisotti, repitió el mantra que se ha hecho habitual en los comentarios vaticanos sobre el caso Pell: la Santa Sede, dijo Gisotti, tiene “un máximo respeto por las autoridades judiciales australianas”.
¿Por qué decir eso? Es precisamente el poder judicial australiano (y la atmósfera de linchamiento en Melbourne y en general) lo que está hoy en tela de juicio ante el tribunal global de la opinión pública.
No había ninguna necesidad de elogio tan gratuito. Gisotti podía y debía haber dicho que la Santa Sede espera con interés y preocupación el resultado del proceso de apelación, y que se haga justicia. Punto. Sin zalamerías. Por encima de todo, ni un indicio que sugiera que la Santa Sede cree que hasta el momento la policía y las autoridades judiciales han hecho su trabajo justa, imparcial y respetablemente.
Poco después del comentario de Gisotti se anunció que la Congregación para la Doctrina de la Fe abriría su propia investigación canónica sobre el caso Pell. En teoría, y esperemos que en la práctica, la investigación de la Congregación para la Doctrina de la Fe puede ser útil: si se conduce bien, exonerará al cardenal Pell de las acusaciones descabelladas por las que ha sido condenado, porque no hay ninguna prueba de que el cardenal abusase de dos niños de coro, y sí abundantes pruebas de que el abuso no pudo ocurrir en las circunstancias en las que se supone que ocurrió. Así que la Santa Sede puede hacer justicia, sea cual sea el veredicto final en Australia.
Por un viejo amigo, pero también por la reputación de Australia en el mundo, espero que el proceso de apelación, que comienza a principios de junio, restituya al cardenal Pell, así como la fe que él puso en sus compatriotas y en el sistema judicial australiano. El cual está, porque debe estar, bajo sospecha ante las personas ecuánimes. La Santa Sede debería tomar nota de ello, y resistir toda tentación de lanzar un vaporoso y ciertamente prematuro veredicto sobre “las autoridades judiciales australianas”.
Publicado en The Catholic World Report.
Traducción de Carmelo López-Arias.