Esta historia de película puede parecer una bella fantasía salida del magín de algún autor de relatos infantiles, convertida pronto en leyenda piadosa de uso y celebración familiar, pero está basada en unos hechos reales muy duros.

Sucedió una madrugada de comienzos del invierno en un lugar cercano a la capital de Judea. Una pareja joven, que se había desplazado allí como muchos otros transeúntes de la nación para cumplir algún gravoso deber cívico, se vio obligada a cobijarse en una gruta de las afueras, porque no había una sola plaza disponible en la posada del pueblo, y porque a la mujer, que estaba encinta, se le había adelantado el parto a consecuencia de las penalidades del viaje.

La gruta no era propiedad de nadie, pero había en ella un pesebre y era utilizada ocasionalmente por los vecinos de la zona para dar de pacer a sus ganados. Aquella noche la pareja se topó allí con un asno y un buey, dos reses mansas que, lejos de inquietarse por la llegada de la parturienta y su compañero, les hicieron un hueco de muy buen grado y sin apartarse mucho, como si quisieran protegerlos del relente de la noche.

La mujer, apenas una adolescente, dio a luz sin otra asistencia que la de su pareja, un hombre habilidoso y experimentado. Pero, aunque nadie vio el parto ni dio la voz de alarma, ocurrió que en seguida, por razones no especificadas, se presentaron algunas gentes, pastores del lugar, tal vez los dueños del buey y el burro, que quedaron conmovidos por la escena: una chiquilla tan joven recién parida, radiante de alegría y de serenidad; un bebé bien formado que no lloriqueaba sino que movía las comisuras como si sonriese; y un hombre de mediana edad que se ocupaba de madre e hijo, y que debía de ser el padre, aunque pronto les dio a entender que él era solo un humilde criado, como si el bebé que había nacido fuese hijo de persona de rango altísimo.

En seguida cundió la idea de que lo era. Allí, en aquel nacimiento, parecía estar manifestándose algo muy grande y misterioso. Durante todo el día fue corriendo la noticia como un sueño colectivo a punto de cumplirse: en Betlehem de Judea, que no era el lugar menos ilustre del país, había aparecido por fin el signo esperadísimo de la liberación. No podía ser que Judá, el pueblo escogido de Dios entre todos los pueblos del orbe, llevara tanto tiempo en manos de una superpotencia nefasta, y que tuviera por rey a un tirano abominable, y que la clase sacerdotal, llamada a defenderlo, estuviera tan netamente entregada a sus intereses particulares. El hijo de David, el libertador, tan anunciado y cacareado por cientos de profetas, tenía que venir de una vez por todas, y acaso acababa de llegar esa misma noche, o, de lo contrario, ¿qué significaba aquel suceso excepcional, aquella madre a todas luces pura que había parido milagrosamente a un bebé tan bello, un niño que iba a ser rey, pero rey no como Herodes ni como el César, a fuerza de someter y avasallar a todos los hombres, sino a fuerza de traerles la verdadera justicia y construir la paz en el mundo entero?

La noticia siguió corriendo en los días siguientes, mientras la pequeña familia permanecía en la gruta al cuidado de aquellos rústicos, y llegó incluso a la misma capital del reino, pero no fue hasta la segunda o tercera semana, tras presentarse en el palacio de Herodes unos magos extranjeros que, por el aparato y el séquito que traían, no parecían unos magos cualquiera sino que debía de tratarse de personajes realmente sabios y famosos, cuando el tirano se tomó en serio aquellos rumores. Los sabios manifestaron haber averiguado que acababa de nacer el nuevo rey de los judíos y querían saber dónde se hallaba exactamente para poder ir a adorarlo, ya que, según dieron a entender también, aquel rey iba a ser muy distinto a los demás, iba a ser un monarca divino cuyo reino jamás tendría fin.

Como era de prever, Herodes pasó de la curiosidad a la alarma, y de ésta al pánico, pero no se quedó de brazos cruzados. Era lo bastante inteligente como para deducir que un rey de carácter divino sólo podía ser el presunto Mesías que venía a despojarlo del trono. Y era también lo bastante impío como para decidir su inmediata eliminación. Si había matado ya a uno de sus propios hijos por sospechar que conspiraba contra él, ¿cómo iba a perdonar a un recién nacido de oscuro origen que había creado ya expectativas que atentaban intolerablemente contra sus legítimos intereses; pues en definitiva, ¿qué era eso del Mesías prometido sino un mito más, otra vana creencia de aquel pueblo suyo tan necio y tan ingrato?

Pero Herodes, por una vez, pecó de confiado y no hizo las cosas astutamente. A fin de quedar bien con aquellos notables extranjeros, les dispensó un trato hospitalario, les informó de que, según las profecías, Betlehem era el lugar donde habría de nacer dicho rey, y, en vez de hacerlos seguir y vigilar por espías, confió en su nobleza para que, al regresar, ellos mismos le avisasen del sitio exacto donde se encontraba el divino niño a fin de ir él también a adorarlo.

No ha podido esclarecerse a día de hoy el motivo por el que los magos dejaron de cumplir lo convenido. Lo único que se sabe es que, habiendo sido ciertas sus pesquisas, encontraron al niño y a su madre en una gruta en las afueras de Betlehem, y que lo reconocieron y adoraron como futuro rey y luz de todas las naciones, y que, tras entregar a su padre unas monedas de oro y otros presentes, emprendieron el regreso clandestino a sus países de origen.

Cuando Herodes supo que se habían burlado de él, reaccionó con su habitual brutalidad. Dio orden de que fueran degollados de inmediato todos los niños recién nacidos de Betlehem y alrededores. Nunca se determinó la cifra exacta, pero, fuesen los que fuesen, las gentes de Judá estaban tan acostumbradas a las atrocidades de aquel rey, que la matanza repentina de unos veinte o treinta bebés, aunque provocó algún escándalo, no tuvo apenas repercusión política.

La nación vivía momentos muy duros y el asunto quedó pronto engullido por la vorágine de la actualidad. Para el común de los betlemitas, aquel niño nacido en la gruta de forma maravillosa hubo de ser una de las víctimas de la masacre, porque era imposible que ninguno hubiera escapado a la eficacia y celeridad con que los esbirros del rey ejecutaron su orden.

Treinta años después de los sucesos referidos, tristemente eran ya muy pocos en Judea los que recordaban algo de aquella pareja tan joven ni de aquel bebé tan hermoso que por unos días hicieron concebir a los habitantes del lugar la esperanza de una liberación para todos tan necesaria como imposible.

Email del autor: enriquealvarson@gmail.com

Publicado en El Diario Montañés.