Nos enseñaba Chesterton que todo el mundo moderno se ha dividido en progresistas y conservadores: mientras los progresistas se dedican a cometer errores, los conservadores se dedican a impedir que los errores sean corregidos. El otro día tuve ocasión de comprobar esta verdad aplastante y perturbadora cuando se me dio la oportunidad de interrogar en la televisión a una política pepera de cuyo nombre no puedo acordarme, encargada al parecer por su partido de negociar las condiciones de su acceso al poder en Andalucía. La política pepera no hacía otra cosa sino repetir como un lorito que su partido abogaba por «despolitizar la violencia de género», sin advertir que su expresión sonaba tan ridícula (tan demente) como abogar por «desteologizar la unión hipostática». Pues la expresión «violencia de género» es en sí misma un concepto ideológico, según el cual la violencia masculina es producto de un rol «construido» por la sociedad «judeocristiana» y «heteropatriarcal»; y que los hombres solo dejarán de ser violentos cuando sean «reeducados» desde la escuela.
Los conservadores, en efecto, se dedican a impedir que los errores sean corregidos. Pretenden grotescamente moderarlos, restringirlos, encauzarlos, pero han perdido el coraje para combatirlos; o, dicho con mayor exactitud, ya ni siquiera pueden percibirlos, pues el conservador, como señalaba Ambrose Bierce, está en el fondo «enamorado de los males existentes» y desea mantenerlos incólumes e incorruptos, para que luego el progresista los encuentre igual que estaban y pueda seguir alegremente su labor destructiva en el punto exacto en el que la dejó. A los conservadores les ocurre como a ese guía atolondrado que, al toparse de noche con un precipicio, propone a los viajeros quedarse todos quietos al borde del precipicio, a la espera de que alguien construya un puente, a la vez que los disuade de retroceder y elegir otro camino que sortee el precipicio, pues no quiere que lo llamen «retrógrado» o «reaccionario». Este inmovilismo típicamente conservador, a la vez dimisionario y fatalista, es lo que se compendia en la grotesca expresión «despolitizar la violencia de género». A la postre, esta aceptación desfondada de las premisas del enemigo transmite una repugnante impresión de acabamiento, desnorte y falta de fibra moral. Y es que la aceptación del error siempre degenera en lo que Chesterton llamaba «la herejía del precedente»: puesto que nos hemos metido en un lío, tenemos que meternos en otro mayor para adaptarnos; puesto que hemos perdido el camino, debemos también perder el mapa.
Todo este fatalismo inane y entreguista es el peaje que los conservadores pagan por disfrutar de los frutos opíparos del «consenso» y alcanzar pasajeramente el poder. Pero los conservadores nunca calculan que su actitud fatalista acaba generando un rechazo visceral entre sus propios seguidores, que tal vez estén dispuestos a perdonarles sus errores, pero no la desesperación que los empuja a «conservar» los errores progresistas (despolitizando el género, por ejemplo), por considerarlos irremediables o irrevocables. Llega un momento en que los errores progresistas que los conservadores no remedian ni revocan conducen a la gente hasta el precipicio; y, cuando la gente se cansa de esperar que les construyan un puente, se revuelve contra quienes los mantienen al pie del precipicio. La gente está dispuesta a aguantar muchas ofensas; pero no aguanta la ofensa final de que se le diga que nada se puede hacer, que ni siquiera tiene sentido intentar hacer algo, que es lo que los conservadores nos dicen cuando asumen con fatalismo que hay que «despolitizar la violencia de género».
Publicado en ABC.