El pasado 1 de julio se celebró la fiesta litúrgica del Beato Antonio Rosmini (1798-1855), fundador del Instituto de los Hijos de la Caridad, un hombre de mente enciclopédica, sacerdote, filósofo y teólogo. Conocí tardíamente el pensamiento de Rosmini, si se puede hablar así porque no es fácil de abarcar todo un universo en el que conviven en armonía la fe y la razón. Lo más llamativo es que mis encuentros se han ido sucediendo a lo largo de los años, nunca de forma continuada y extensa, aunque siempre han servido para darme un toque de atención en mis reflexiones y un cierto apremio para aspirar a saber más. Una vez fue una conferencia de un experto en Madrid, un profesor de la universidad de Pavía; otra la invitación de un buen amigo para que escribiera la reseña de una biografía de Rosmini, El manto de púrpura; y más recientemente el descubrimiento, en medio de un montón de volúmenes a precio de saldo, de un libro italiano, escrito hace tiempo por el historiador Mario Sgarbossa. De todo he sacado la misma conclusión: Rosmini, hombre del siglo XIX, es un profeta para el siglo XXI.
Fue un incomprendido durante muchos años hasta el extremo de que hasta 2001 la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe no le rehabilitó plenamente, pues en 1887 habían sido condenadas cuarenta de sus proposiciones. Quedó entonces claro que la obra rosminiana no tenía nada que ver con el panteísmo, el jansenismo y el liberalismo, tal y como pensaban sus críticos. En realidad, Rosmini había intentado vincular la teología y la filosofía, aunque la corriente dominante de la Ilustración preconizaba una separación radical. Por lo demás, nuestro filósofo realzó la importancia de la persona en relación con el Derecho. Fue un adelantado de la defensa de los auténticos derechos humanos, unos derechos de la persona confundidos deliberadamente por algunas ideologías contemporáneas por unos pretendidos derechos de los individuos y de los colectivos.
En el Diario de Rosmini leí unas notas, fechada en 1821, que atrajeron mi atención: “Desde hace mucho tiempo he empezado a practicar, sin proponerlo expresamente, el principio de la pasividad, movido por el conocimiento de mi absoluta impotencia y educado por la propia experiencia, pues cada vez que emprendo un proyecto, como la Sociedad de los Amigos, no se ha llevado a cabo, permitiéndolo Dios, para que abra mis ojos sobre mí mismo y, deponiendo mi natural orgullo, conozca mi impotencia”.
En realidad, la pasividad de Rosmini no era del todo novedosa. San Ignacio de Loyola había hablado tres siglos antes de la “santa indiferencia”, que viene a ser el equivalente. No es esta una conducta que lleva a la duda, la debilidad y, en definitiva, a la angustia y al pesimismo. Por el contrario, es algo que el cristiano debe poner a menudo en práctica, pues la vida no es una sucesión de marchas triunfales y éxitos alcanzados sin resistencia. La gloria nunca vendrá sola, pues sería la envoltura del orgullo. Tal y como le sucedió a Jesús, la gloria y la cruz vendrán a menudo juntas. El principio de pasividad no es otra cosa que poner toda la confianza en las palabras del evangelio que llaman a no preocuparse por el mañana, pues a cada día le basta su propio afán (Mt 6, 34). Esta pasividad rosminiana consiste tan solo en fiarse de Dios, y no dejarlo todo a nuestras propias fuerzas. Un intelectual es una persona que se siente particularmente inclinada a caer en esa tentación, pero los textos de Rosmini estarán siempre ahí para recordarle que lo primero es la caridad, y después la ciencia.
Me gusta definir a Antonio Rosmini como el hombre de las tres caridades, pues él las practicó en todo momento hasta el punto de fundar un instituto religioso. Primero está la caridad sobrenatural, que consiste en invitar a otros a conocer las verdades de la fe cristiana; en segundo lugar tenemos la caridad intelectual, que radica en compartir con otros nuestro estudio y conocimientos; y en tercer lugar se encuentra la caridad material, consistente en atender las necesidades corporales de los que están a nuestro lado. En la primera se manifiesta el amor de Dios, y en las otras dos el amor al prójimo en forma de obras de misericordia. Al final la caridad es un gran ejercicio de misericordia, espiritual o corporal, una misericordia que es reflejo del amor de Dios.
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