En este tiempo de Adviento y ante la próxima venida de Jesús, es lógico que la Iglesia en sus lecturas nos recuerde el episodio de la Anunciación de Lc 1, 26-38.
Personalmente, al haber sido profesor de Moral Sexual en el seminario de mi diócesis y de Religión y Moral Católica en varios institutos de Logroño, me ha tocado impartir a mis alumnos educación sexual. Solía empezar para ello leyéndoles el trozo del evangelio de Lucas que he citado, haciendo hincapié especialmente cuando el ángel le anuncia que va a ser madre: “Dijo María al ángel: ¿cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?”, frase que nos enseña que María podía ser muy pura y casta, pero desde luego no era una ignorante y había recibido una excelente educación sexual.
La educación sexual es uno de los problemas más serios con los que nos enfrentamos padres y educadores. Prácticamente todos estamos de acuerdo en su necesidad, aunque hay enormes diferencias en cómo tratar el asunto. El Concilio Vaticano II afirmó en su decreto sobre la Educación Cristiana: “Los niños y jóvenes deben ser instruidos, conforme avanza su edad, en una positiva y prudente educación sexual” (Gravissimum Educationis, 1).
Desgraciadamente, muchos no creyentes y partidarios de la ideología de género piensan que el fin de la sexualidad es el placer, y así no hace mucho vimos que la ministro Irene Montero defendía que los niños de cualquier edad podían tener relaciones sexuales con cualquiera siempre que no hubiese violencia; o en Cataluña se ha enseñado a niños de tres años a masturbarse. Yo he escuchado decir esto a chicos de quince y dieciséis años: “Nos merece tanto respeto un chico que se acuesta como uno que no”, lo que no deja de ser una pésima preparación para la futura fidelidad matrimonial.
En cambio, los creyentes pensamos que para desarrollarnos como personas es necesario amar. Si nos fijamos bien, el amor es lo único que puede dar siempre sentido a nuestras vidas y amar es fundamentalmente darse. El cristianismo expresa esto en sus mandamientos fundamentales de amar a Dios y al prójimo como a sí mismo (Mt 22, 34-40; Mc 12, 28-34; Lc 10, 25-28).
La sexualidad hay que situarla en el contexto de la persona entera; no es que la persona tenga una sexualidad, sino es que somos seres sexuados, y como todo en la persona está al servicio del amor, nos empuja a relacionarnos con los demás, y también la sexualidad deberá hacerlo. Y como las fuerzas sexuales nos empujan a relacionarnos con los demás, la sexualidad está también al servicio de la comunicación, y por ello el tabú o la prohibición del incesto no es simplemente la prohibición de casarse con la madre, hermana o hija, sino que al obligar a salirse de la familia para buscar pareja nos indica que la sexualidad es comunicación, don y entrega.
Tanto en la vivencia del amor como de la sexualidad, el niño, el adolescente y el joven han de llegar poco a poco y por pasos sucesivos a la madurez. Cada paso tiene sus problemas, cosas bonitas, dudas y peligros. Ser libre es sentirse responsable de sí mismo, mandar en sí mismo con todas sus consecuencias. La castidad es integración del vigor sexual y de la afectividad en una perspectiva de amor y servicio. La castidad es el dominio de la sexualidad por la recta razón al servicio del amor.
Pero no es sólo en el tema de la educación sexual donde la Anunciación tiene mucho que decirnos. Cuando el ángel le dice a la Virgen “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31), de la lectura se deduce claramente que la concepción se realizó en cuanto la Virgen aceptó la petición del Ángel, en conformidad con lo que enseña actualmente la Medicina, de que la vida humana empieza en la fecundación.