Como es sabido, las palabras “Trinidad” o “Purgatorio” no aparecen en las Escrituras. Pero deducir de ello que se trata de invenciones humanas tardías sería pasar por alto el hecho de que la realidad que envuelven ambas palabras está muy presente en la Biblia.
Ciñéndome ahora al dogma del Purgatorio, he aquí algunos elementos susceptibles de demostrar que es conforme a lo que siempre han creído los cristianos…
1) La oración por los muertos siempre se ha practicado en la historia de la Iglesia. De ello dan testimonio las inscripciones que se encuentran en las catacumbas y en los escritos de todos los primeros Padres de la Iglesia, como Tertuliano, Orígenes o Gregorio de Nisa. Esta oración por los difuntos solo puede tener sentido si existe un “lugar” o estado intermedio entre el infierno y el paraíso. En efecto, si solo uno de esos dos términos constituye el destino definitivo de quien fallece, ¿por qué rezar por él?
2) Ya en el Antiguo Testamento puede leerse: “Si no hubiera esperado la resurrección de los caídos, habría sido inútil y ridículo rezar por los muertos… Por eso, encargó un sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran liberados del pecado” (2 Mac 12, 44-46).
3) Es lo que dice el Nuevo Testamento. San Pablo escribe: “Que el Señor tenga misericordia de la casa de Onesíforo… Que el Señor le conceda hallar misericordia de parte del Señor en aquel día” (2 Tim 1, 16-18). Cuando escribe estas líneas, Onesíforo ya había muerto, y al implorar a Dios su salvación, está rezando por un difunto. Otro versículo del mismo San Pablo: “De otro modo, ¿qué obtendrán los que se bautizan por los muertos? Si es verdad que los muertos no van a resucitar en absoluto, ¿por qué se bautizan entonces por ellos?” (1 Cor 15, 29). Dos observaciones a este respecto. Esta costumbre que existía en su tiempo implicaba inevitablemente oraciones por los difuntos por quienes se iban a bautizar. Además nos muestra también que es posible para los vivos ayudar a quienes están en el más allá. En la primera carta de San Pedro, se dice además que Cristo “fue a predicar incluso a los espíritus en prisión” (1 Pe 3, 19-20). ¿Dónde estaban esos “espíritus en prisión”, sino en otro lugar distinto al paraíso o al infierno? Y en el Evangelio de San Mateo se lee que “quien hable contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este mundo ni en el otro” (Mt 12, 32). De donde puede concluirse que habrá pecados que serán perdonados en la eternidad. Pero ¿dónde, en la eternidad? ¿En el paraíso, donde nada sucio puede entrar, donde ningún pecado puede hallar refugio so pena de transformar ese paraíso en un lugar donde coexistan lo puro y lo impuro?
Podría seguir invocando otros argumentos que nos muestran que desde el principio del cristianismo los cristianos comprendieron el vínculo que existe entre la Iglesia triunfante y la de esta tierra, entre quienes están vivos en el otro mundo y quienes lo están en éste. Y ese vínculo, así lo creo, nos revela que, difuntos o vivos, estamos unidos para siempre en la oración a ese Dios que es el fundamento de nuestra existencia temporal y eterna.
Publicado en Belgicatho.
Traducción de Carmelo López-Arias.